Prólogo

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PRÓLOGO

Agnes
Laigin (Irlanda)
Año 514 D.C.

El ruido de carreras furtivas en el frondoso bosque hizo que Agnes levantara la cabeza, buscando algún lugar en el que esconderse. Recogió del suelo la cesta que había estado llenando de setas y se refugió detrás de unos matorrales.
Poco tiempo después, reconoció por las voces a sus incómodos acompañantes en el bosque. Eran Eremon, Niall y Finegas, tres niños del pueblo. Por un momento pensó en salir de su escondite para seguir buscando setas pero prefirió esperar a que las voces se desvanecieran en la lejanía. Eremon le daba miedo. El robusto hijo del herrero no era buena persona. Muchas veces le había puesto la zancadilla cuando pasaba a su lado o le había dado golpes cuando pensaba que nadie les veía. Los otros dos niños no eran tan malos pero le seguían como ovejas y harían todo lo que él les pidiera. Y, además, también se reían de ella cada vez que la veían. Sería mejor no buscarse problemas.
Esperó mucho tiempo sentada en el suelo deshojando flores hasta que le pareció prudente salir. Decidió que lo mejor sería internarse más entre los árboles. Ella conocía muy bien aquellos lugares y seguramente los niños no se atreverían a adentrarse tanto. Las viejas contaban que el pueblo de Shide habitaba en las entrañas del bosque. Había multitud de cuentos sobre encuentros con hadas, duendes y elfos, pero Agnes no sentía miedo. No creía que los seres mágicos pudieran ser más crueles con ella que la gente del pueblo y, en su interior, albergaba el deseo de encontrarlos, de que se apiadaran de ella y pudieran cambiar su triste vida. ¿Por qué no? Decían que ellos controlaban el tiempo. Quizá pudieran hacerla volver a aquel día en el que la cabaña se incendió y conseguir que su padre la sacara a tiempo, antes de que aquella viga se desplomase sobre su cuna y dejase su cuerpo quemado y deformado para el resto de sus días.
Agarró la cesta y salió de su escondite. Según se iba internando en el bosque se sintió más segura y feliz. Allí no había nadie que se riera de ella, nadie que apartase la vista con asco o pena. Sólo estaban ella y los antiguos árboles, el sonido del agua corriendo, del aire en las alturas... Además, el bosque oscuro y húmedo parecía darle la bienvenida con múltiples regalos, ya que las setas eran mucho más grandes y abundantes en aquella zona. Sonrió pensando en la cara de alegría de su madre cuando se presentase ante ella con la cesta repleta.
De repente escuchó un sonido extraño. Parecían gemidos, los lloros de algún niño pequeño. Se acercó sin hacer ruido, apartó unas ramas y sonrió ante la visión. Dos pequeños cachorros de zorro habían salido de la madriguera y sollozaban nerviosos, probablemente llamando a su madre. Agnes se acercó sin miedo. Siempre se había llevado bien con los animales. Los dos pequeños se acercaron torpemente y, cuando ella se sentó en el suelo, la olisquearon con curiosidad. Pasó un rato jugando con ellos hasta que el ruido de unas ramas secas rompiéndose y de susurros furtivos la hizo levantarse y volver a esconderse.
Enseguida reconoció las voces. Eran de nuevo los niños del pueblo y parecían dirigirse directamente hacia donde ella estaba. ¿La habrían seguido? Se agachó aún más y esperó, rogando que se alejaran de allí. Las voces se hicieron más fuertes hasta que los tres muchachos aparecieron ante sus ojos.
    — No sé qué hacemos aquí— decía Niall a sus compañeros—. Seguro que nos acabamos perdiendo.
    — Niall tiene razón— le secundó Finegas.
    — Callaos los dos— ordenó Eremon—. Sé perfectamente dónde estamos. Sois unos cobardes.
En aquel momento los tres callaron. Agnes se asomó un poco y comprobó con horror que habían descubierto la madriguera frente a la cual los dos cachorros seguían esperando a su madre. Eremon se agachó, cogió una piedra y se la lanzó. Los cachorros se asustaron y corrieron unos metros pero no se atrevieron a alejarse más.
    — Vamos, ayudadme a matarlos— gritó Eremon.
    — Pero si sólo son unos cachorros— protestó Niall.
    — Eso cuéntaselo a tu madre cuando crezcan y se coman vuestras gallinas— dijo Finegas, cogiendo también varias piedras—. Sólo son alimañas.
Los tres niños siguieron tirando piedras, derribando a las dos crías. Continuaron atacándolas durante un tiempo que a Agnes se le hizo eterno. Con los ojos llenos de lágrimas contempló como la sangre salía de los pequeños cuerpos indefensos, como seguían cayendo piedras sobre ellos a pesar de que hacía tiempo que no se movían. Estuvo tentada de salir a defenderlos pero tuvo miedo de los chicos. Sus caras estaban deformadas por el odio, sus ojos parecían reflejar un brillo maligno. Parecían monstruos, terribles demonios, y Agnes no dudó que se convertiría en su próxima víctima si salía en aquel momento. Después de todo, sabía que a ella la consideraban poco más que una alimaña.
Eremon dejó de tirar piedras y se acercó a los cachorros. Agarró uno por la cola y lo agitó, demostrándoles a sus compañeros que estaba muerto. Los tres chicos prorrumpieron en salvajes gritos de alegría. Eremon arrojó el pequeño cuerpo ensangrentado y se acercó a sus compañeros, que le palmearon la espalda como si se tratase de un héroe que volviese de alguna gloriosa batalla. Los tres se alejaron por el bosque, gritando y corriendo.
Agnes esperó hasta que dejó de oírlos y salió de su escondite, sollozando. Un ruido entre unos matorrales cercanos la alertó. Un zorro más grande apareció entre la espesura y corrió hacia los cachorros. Los olisqueó durante un rato, golpeándolos con el hocico para que se moviesen, sin poder asimilar que estaban muertos. Agnes se acercó despacio, con las palmas extendidas para demostrar que no quería hacerles daño. El zorro le enseñó los dientes, gruñendo amenazador. Sin saber muy bien lo que hacía, Agnes siguió aproximándose. Se sentó entre los dos pequeños cuerpos y extendió una mano sobre cada uno de los cadáveres.
El zorro retrocedió espantado unos pasos, contemplando la luz blanca que surgía de las manos de Agnes. Ella no se asustó. Aunque nadie lo supiera, había hecho aquello otras veces, como cuando su única vaca se puso enferma y murió y ella no quiso que su madre se pusiera triste. Se concentró en los dos cuerpos que yacían en el suelo, en hacer que la luz que salía de sus manos fuera más potente y pura. Las heridas empezaron a cerrarse y el pelo volvió a crecer en los lugares en los que las pedradas lo habían arrancado. Uno de los cachorrillos empezó a moverse y volvió a gemir, despertando del frío sueño. Segundos después, la otra cría también empezó a moverse. Ambos cachorros se levantaron y se dirigieron hacia su madre, que les recibió lamiéndolos con cariño.
De repente los tres animales echaron a correr espantados y desaparecieron en el bosque. Agnes se quedó mirándolos, preguntándose qué les habría asustado. Una piedra golpeó su cabeza antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba pasando.
    — ¡Bruja! ¡Es una bruja!— gritó la voz de Eremon a su espalda.
Se arrastró, intentando girarse hacia ellos mientras la lluvia de piedras seguía golpeando su cuerpo. Los tres chicos estaban de pie, al borde del claro, mirándola con odio y temor mientras seguían apedreándola. Agnes extendió un brazo, intentando suplicar clemencia pero sólo consiguió que incrementaran la fuerza de sus ataques.
    — Rápido o nos lanzará un hechizo. Hay que matarla— chilló Finegas, asustado.
Eremon miró a su alrededor y encontró una gran piedra. La levantó con esfuerzo y se dirigió hacia Agnes, situando la piedra sobre su cabeza.
    — Por favor, no...— consiguió pronunciar Agnes.
    — Mátala, mátala...— gritaron histéricos sus dos compañeros.
Agnes clavó sus ojos en el rostro de Eremon, buscando una sombra de compasión, pero sólo se encontró con la cruel y salvaje sonrisa del muchacho.

Cuando abrió los ojos y se vio inmersa en aquel túnel de luz blanca, se sintió asustada y sola. Intentó recordar qué había pasado y se estremeció cuando la sonrisa de Eremon se abrió paso en su mente. ¿Qué habría sucedido? ¿Dónde estaba?
Se levantó torpemente e intentó observar sus heridas pero allí no había nada. No podía ver su cuerpo y tampoco lo sentía. Sintió que el terror la invadía. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Cómo iba a salir de aquel túnel si no tenía piernas? ¿Habría alguna salida de aquel lugar o era aquello lo que les esperaba tras la vida?
Descubrió que podía avanzar por el túnel con sólo proponérselo. Decidió ponerse en movimiento, intentando encontrar a alguien que pudiese ayudarla, explicarle qué estaba pasando... Habría dado cualquier cosa por un abrazo de su madre.
Le pareció que la luz cambiaba al final del túnel. Cuando estuvo más cerca, distinguió un cielo de un brillante color azul, una pradera verde, enormes árboles como los que rodeaban su aldea... Salió del túnel y volvió a contemplarse, buscando su cuerpo, pero no encontró nada.
Unas esferas de potente luz blanca aparecieron entre los árboles. Agnes las contempló, sintiéndose paralizada mientras se aproximaban. Parecían compuestas por la misma luz que había formado las paredes del túnel. Cuando estuvieron más cerca, se dio cuenta de que dentro de cada una de las esferas se vislumbraba una pequeña figura. Su cuerpo era translúcido, muy delgado y con extremidades alargadas. Sus cabellos parecían rayos que se extendiesen llenando la esfera. Dentro de aquella blancura, sus ojos, muy grandes y plateados, resplandecían. Agnes se giró, intentando volver al túnel.
    — Está cerrado, querida— las cristalinas voces sonaron dentro de su cabeza. Parecían dulces y cariñosas, como la voz de una madre. No pudo distinguir cuántas le hablaban a la vez. Sonaban como un coro bien afinado, como si hubiesen pasado años entrenando para transmitirle ese mensaje sin que ninguna desentonase—. No tienes nada que temer de nosotros ni de Eilean.
    — ¿Eilean? ¿Qué es eso?— preguntó Agnes.
    — Es el nuevo mundo que hemos creado para vosotros. Tú eres su primer habitante. Bienvenida— contestó el coro de voces.
    — ¿Sois hadas?— les preguntó asombrada.
    — Bueno, así nos habéis llamado a veces— contestaron ellas entre risas—. Esperamos que disfrutes de este nuevo mundo.
    — Esperad, no os marchéis— suplicó Agnes—. ¿Voy a estar aquí sola?
    — Por desgracia creemos que pronto tendrás muchos compañeros. Sólo debes esperarlos.
    — ¿Y no voy a tener cuerpo?— preguntó extrañada.
    — Sí, si lo quieres... No habíamos previsto el detalle de que los seres humanos no os sentiríais bien siendo incorpóreos. Como nosotros lo somos la mayor parte del tiempo...— las voces parecieron confusas—. ¿Cómo crees que deberíais ser?
Agnes se tomó su tiempo para contestar. Ella había sufrido durante toda su vida por estar atrapada en un cuerpo que los demás consideraban horrible. ¿Cómo iba a elegir por todos los que llegaran? ¿Y si no les gustaba lo que ella decidía?
    — Creo que cada uno debería ser como deseara, como se imagine a sí mismo en sus mejores sueños— respondió al fin.
    — Así será pero, ¿qué hay de ti?— preguntaron las voces—. No encontramos en tu mente ninguna imagen de ti misma, no hay recuerdos de tu cuerpo en la Tierra.
Agnes asintió mientras seguía pensando. Era cierto, toda su vida había huido de cualquier reflejo que le enseñase su cuerpo o su rostro. Nunca había imaginado cómo habría sido si aquel incendio no la hubiese atrapado. Le resultaba demasiado doloroso... Y ahora se encontraba con la posibilidad que siempre había soñado de ser tan bella como quisiera y no era capaz de encontrar una respuesta. Quizá podría pedir el cuerpo de Tea, la chica más guapa del pueblo. Pero no se encontraría cómoda, nunca sería ella sino una farsante dentro de un cuerpo robado. Pensó con amargura que no se sentiría nunca cómoda dentro de un cuerpo humano y entonces se le ocurrió una idea.
    — ¿Puedo ser como yo quiera? ¿Sea lo que sea?
    — Por supuesto. Tan sólo concéntrate en la imagen.
Agnes pensó en el poder, la grandeza, la magnificencia de su cuerpo deseado mientras sentía que una cálida luz blanca la envolvía. Cuando todo terminó, abrió sus nuevos ojos y extendió las alas para que el sol les arrancase brillos plateados.

Viajes a Eilean: IniciaciónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora