El diario

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Eran alrededor de las cuatro de la mañana. El cielo estaba despejado y oscuro, parecía que ni siquiera las estrellas parpadeaban. 

Las luces azules alumbraban las maderas de la casa. Unos oficiales estaban adentro, y afuera, una mujer lloraba desconsoladamente, siendo atendida por un par de oficiales y médicos. 

Había un silencio muerto, los oficiales se abrieron paso hasta la habitación de Jazmín, la presunta hija de la susodicha mujer. La puerta estaba entre abierta y la oscuridad reinaba en ella. Ni las pequeñas linternas de los oficiales, combinadas con las de las patrullas de afuera, que parpadeaban contra la ventana, eran capaces de vislumbrar la escena. 

Eran dos policías, uno blanco, de treinta y seis años, pelo corto castaño y robusto. Llevaba más de veinte años de servicio. Con él, su compañera, una oficial negra, con pelo castaño y una cola de caballo que le llegaba hasta el hombro. Llevaban su correspondiente indumentaria, la ropa azul, la placa, el chaleco y las botas que les llegaban casi hasta las rodillas. Las usaban en situaciones como esa, donde afueras de la casa todo era lodoso y resbaloso. 

Se miraron, se preguntaban con la mirada quién entraría primero, o si quiera quién le daría un pequeño empujón a la puerta. La oficial, que estaba más adelantada, fue quien hizo esta última acción. 

Ambos avanzaron unos pasos adentro de la sala. Notaron un líquido bordó en el piso, pero eso no era lo peor. Buscaron el interruptor, estaba al lado de la puerta, el oficial tocó las pared sin mirar, buscándolo con la mano. Notó la protuberancia y lo accionó.

El chasquido fue seco y repentino. Dejando un aura de exaltación en el ambiente. Una cama con una frazada con figuras abstractas se presentó. En ella, se veía el cuerpo de una chica, de unos trece años, blanca y vestida con ropas de dormir, también blancas. O al menos eso sugerían haber sido antes de ser teñidas de la sangre ya seca que la inundaba se hiciera presente. 

La niña estaba recostada, aparentemente muerta. Era la primera vez para ambos oficiales en que presenciaban una escena de éste estilo. El oficial no pudo evitar frotarse el entrecejo, tratando de meditar rápidamente lo que vio. La oficial, por su parte, bajo el arma, mas no la linterna. Se acercó, con el labio roto, al cuerpo de la niña. 

Su pelo negro caía torpemente sobre su cara, curvándose al son de su nariz. Sus ojos eran marrones, y su pupila ya no era negra, sino de un tono blancuzco, aquel tono que la oficial recordaría y apodaría "el tono de la muerte". Su mirada estaba perdida, pero a la vez relajada, como si en su lecho de muerte hubiera sentido que todas sus preocupaciones se disiparan de repente. 

Notó en su regazo un pequeño cuaderno con tapas de cuero, ya algo gastadas y también con sangre. 

Tenía un cerrojo formada por una cinta de cuero que unía cada tapa con un botón. Eran, a medida de ojo, unas cincuenta o sesenta páginas, todas con ese relieve el cual asegura que ya fueron escritas. 

La oficial lo abrió, lo hojeó rápidamente, era un diario. Empezó a ser escrito hace un par de años, algo raro considerando la pequeñez del libro. 


Los monstruos que se sientan en sillas de madera| By FoxyzoWhere stories live. Discover now