Siete años en un instante

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La sangre me ahoga. El olor a pólvora y a humo entumece los pocos sentidos que el dolor no ha conseguido doblegar y los estallidos de las bombas y los disparos caen a mi alrededor, a veces lejos, a veces cerca. También me zumban los oídos y lo que me queda de pierna hace que vea estrellas de dolor tras los párpados. ¿O eso es por culpa de la bala que me ha atravesado el abdomen?

No lo sé, ni me importa. Al fin y al cabo, ninguno de esos detalles evitará que continúe desangrándome tirado en el suelo junto a otros tantos más iguales a mí.

Nos estamos muriendo. Enterrados en barro, escombros o siendo lanzados por los aires, eso es lo de menos. Tampoco importa ya a qué bando pertenece cada uno; ya nadie sabe quién es el bueno y quién el malo. La guerra desdibuja todo y si se continúa hacia delante es porque se cree que ese es el camino a casa, al hogar.

Para unos, este estará en la costa de algún lago o río donde poder pescar y refrescarse en verano. Para otros, la paz lo estará esperando en la agitación de las ciudades, con sus coches, sus caballos y sus idas y venidas.

Para mí, el hogar son los brazos de una persona que hace cuatro años que no veo y de la que no he vuelto a saber nada más allá de unas pobres y breves cartas que no hacen sino aumentar el peso de su ausencia. Por desgracia, meses atrás incluso dichas cartas dejaron de llegar. ¿O tal vez dejé de mandarlas yo?

No lo sé, y me preocupa. Me preocupa no recordar como se debe el sonido de su voz o el olor de su perfume. Por no mencionar su aspecto. Eso no me preocupa; me aterra. Me da pánico pensar que lo que yo recuerdo como unos ojos almendrados, nariz respingona y labios finos adornando un rostro ovalado sean en realidad ojos verdes, una nariz cubierta de pecas y labios carnosos. Quiero creer que mi recuerdo es real, que mi amor existió de verdad y que Anita es morena, y no rubia.

Un momento. ¿Anita? ¿No era Anna? ¿Anne? ¿Anette?

No.

Su nombre es Anita, estoy seguro. Siempre recordaré los pucheros que hacía cada vez que se quejaba de que su nombre la hacía ver como una niña pequeña. Yo se lo deshacía con un beso que sabía a la miel de los desayunos por las mañanas y las manzanas que se comía de postre o de merienda por las tardes.

Toso, y la sangre se me acumula en la boca. Sabe a óxido, a sal, a muerte en soledad. Alguien me levanta del suelo por las axilas y me arrastra hacia alguna parte en medio de toda esta caótica nada. No me resisto, pero tampoco puedo ayudar. Ni siquiera lo intento.

¿Para qué? Nuestro destino es el mismo: tarde o temprano cerraremos los ojos y no volveremos a tener fuerzas para abrirlos una vez más. No hay idioma, raza o religión que pueda superar esta inamovible meta de la carrera a la que llamamos vida.

¿Merece entonces la pena todo lo que hemos estado haciendo estos cuatro años? Tantos frentes abiertos, tantos tratados rotos y tantas banderas desgarradas bajo el peso de otras. ¿Para qué? ¿Con qué fin? ¿Adelantar nuestra muerte? Para eso la espero en el calor de mi familia y con los míos.

Pero ya es tarde, lo sé. Ya estoy demasiado lejos como para poder volver y el que me abraza ahora es el lodo que me tapona los oídos y que se cuela bajo mis uñas. Las pisadas de mis compañeros y enemigos las oigo igual de apresuradas y desesperadas. No hay diferencia; no sé decir a quién pertenece cada cual.

Tampoco sé a qué bando pertenezco yo. Bueno, malo... Qué más da. Estoy exhalando mi último aliento; cada inspiración está más cerca de ser la última. Lo sé. Lo noto. Lo siento en las articulaciones entumecidas y en la presión que siento en el pecho cada vez que intento respirar. Me duele el abdomen. Y también la pierna que ya no tengo.

Duele. Duele. Duele.

Creo que grito.

Por favor, que se acabe ya.

Siete años en un instanteWhere stories live. Discover now