Capítulo 1: Malas impresiones. (EDITADO)

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Miraba al oscuro y estrellado cielo nocturno por los amplios ventanales del aeropuerto de Valencia con tanta atención, que me sobresalté al sentir caer pesadamente una mano sobre uno de mis hombros. Me giré con brusquedad.

—¿Qué pasa, nana? —le pregunté a la mujer anciana parada junto a mí, que se había tomado de mi hombro para inclinarse—. ¿Te duelen los pies? —agregué al ver que se sujetaba fuertemente una pierna y le hacía masajes furiosos. Suspiró con pesadez.

—No te preocupes, cariño. Solo es un calambre —me tranquilizó­—. Ya me pasará.

Le sonreí con pena, pero su intento por tranquilizarme no me dejó conforme. En realidad, me sentí bastante culpable porque sabía que era por mí que estábamos en aquella insufrible situación.

Hacía unas semanas había tenido la brillante idea de ir a visitar a mi madre a Madrid en vez de esperar a que ella lo hiciera, como acostumbraba hacerlo, y era ahora en donde me arrepentía profundamente de mí descabellada ocurrencia. ¿Por qué? Porque había gastado todos mis ahorros en los malditos pasajes, porque me perdería varios días de exámenes importantes, porque había arrastrado conmigo a mi abuela que estaba bastante vieja para las idas y vueltas, y principalmente, porque hacía más de dos horas que estábamos esperando el maldito vuelo que se había retrasado por las cenizas de un condenado volcán.

El aeropuerto estaba atiborrado de gente. Todos de diferentes nacionalidades: estadounidenses, latinoamericanos, franceses, italianos, y por supuesto chinos, millones de ellos, pero todos compartíamos un mismo sentimiento: la impaciencia. Algunos, muy privilegiados, estaban sentados y recostados en las reconfortantes sillas de espera del aeropuerto, pero otros, como nosotras, estábamos de pie junto a la puerta de embarque esperando por el maldito avión. No sabíamos cuánto más podría retrasarse el vuelo, quizás otras dos horas más, por lo tanto, debíamos esperar pacientemente, como nos había pedido, hasta que los vientos se calmaran para que las cenizas desaparezcan.

Y un cuerno, pensé en ese momento. Bufé, fastidiada.

Sinceramente mis piernas ya estaban muy cansadas de estar de pie y tenía un hambre atroz que me impedía el razonamiento, no quería ni imaginarme cómo debía de sentirse mi pobre abuelita que ya pasaba sus setenta y cinco años de edad. Debía de estar estrangulándome mentalmente con sus pantis de lycra, segurísimo.

Chisté.

De pronto, y por el rabillo del ojo, vislumbré que una mujer algo robusta se levantaba de su asiento cerca de nosotras y se alejaba por el pasillo con sus maletas bastante ofendida, seguramente, a hacer algún otro reclamo. Pegué un brinco de felicidad. Ya saben lo que dicen: el que se fue a Sevilla, perdió su silla…

—¡Nana, allí hay un asiento libre! —exclamé sonriente zarandeándole el hombro mientras le apuntaba con el dedo el lugar que estaba a solo cinco pasos de nosotras.

Ella suspiró aliviada y tomó su maleta con algo de impaciencia para ir a por él. Yo la imité tomando las mías y comencé a caminar a toda velocidad procurando que nadie lo ocupara. Caminé con tanta determinación que parecía que el suelo se hundía tras mis pasos. Una mujer hizo el intento de sentarse, pero la tal fatality que le dediqué con la mirada la hizo arrepentirse. Cuando llegué al fin, y mi abuela estaba a punto de apoyar su trasero en el asiento, un chico le robó el lugar.

Así, sin más.

La expresión de asombro que fijé en mi cara de seguro fue épica. Mi mandíbula cayó al piso y mis ojos se abrieron de par en par.

—¿Qué demonios…?, ¿de dónde…?, ¿qué…? —apunté con los dedos en todas las direcciones.

No lo entendía. Había procurado muy bien que nadie se sentara. ¿Cómo había pasado aquello? ¿De dónde demonios había salido aquella persona y tan repentinamente? ¿Acaso lo había hecho a propósito?

Love SongDonde viven las historias. Descúbrelo ahora