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Y ahí estoy, de nuevo atrapada, ahora en lo alto del techo de una furgoneta mientras una horda de errantes que no parece tener fin se mueve a paso de tortuga. Empiezo a pensar que lo hacen a propósito.

Si hubieras planeado mejor la ruta no estaríamos metidos en esta.

Quiero suspirar, pero no lo hago. Por si acaso. He pasado el suficiente tiempo observándolos como para saber que tienen un oído sobradamente fino, tanto que parecen perros. Perros apestosos, podridos y para nada abrazables. Desde luego nadie les daría una golosina por levantar la manita. Aunque la mejor cualidad que tienen, si podemos decir que tienen alguna, es el sentido del olfato. Encontrarían a un humano a cinco kilómetros a la redonda.

Pero no a ti.

Examino los alrededores buscando una salida que me saque del embrollo, un camino hecho de techos de coches o algo, pero la furgoneta estaba sola en este tramo de autopista. Miro hacia atrás, pero en esa dirección sólo está la ciudad que acabo de dejar. Maldición.

¿Qué harás ahora?

Apoyo la barbilla en las rodillas, observándolos. Estos están bastante podridos, me sorprende que puedan seguir caminando; tal vez no lleguen al invierno. Ya no distingo si lo que les cuelga fue alguna vez ropa o directamente son sus músculos en descomposición. Pero lo peor son las caras. En los zombies viejos todo se reduce a huesos grises, jirones de piel negruzca, ojos secos y un agujero oscuro en el que apenas queda un diente, pero que sigue abriéndose para morder. Algunos ni siquiera tienen mandíbula ya. Me darían pena, pero entonces recuerdo que ellos no tienen pena de mi. Que les den.

Los veo alzar las cabezas y olisquear el aire con los agujeros que tienen por nariz. Hago lo mismo. Hmmm.

Huele a húmedo.

Huele a húmedo. Busco las nubes sobre el horizonte y sonrío. Falta muy poco para que el otoño traiga la lluvia. Y con la lluvia....

La época de caza.

Sonrío hacia los cuerpos, y estoy segura de que el gesto no es nada bonito. Pero ellos no pueden verme con sus ojos secos, porque en el momento en el que son infectados pierden la vista. Tampoco pueden oírme porque soy una maestra en el arte de jugar a las estatuas y, por mucho que quieran, tampoco pueden usar su arma maestra para localizarme. Porque, por alguna razón que no sé, carezco de olor corporal. Soy invisible.

También deberías dar gracias por eso, nena. Si no llegas a ser así de rara estarías más que muerta hace tiempo.

Quiero gritarle a Damien que se calle, pero en vez de eso le dirijo un gesto mudo con la mano. Su fantasma alza una ceja y se ríe de mí con descaro. Lo odio tanto. Márchate, pienso muy fuerte, lárgate, vete, déjame sola. Pero él no hace más que reírse, mucho. Cierro los ojos, me tapo las orejas con las manos, me hago un ovillo mientras abajo, a apenas unos metros, los muertos gimen y caminan, buscando algo.

¿En serio? ¿Desde cuándo puedes evitarme tapándote los oídos? ¿No recuerdas que estoy dentro de tu cabeza? ¿Que eres tú la que me invoca? O quizá sea la culpa que sientes.

Basta.

Confiaba en ti. Y me traicionaste.

Cierra la boca.

¿Cómo pudiste hacerme eso? ¡A mi! ¡Yo te amaba!

Cállate, susurro bajito con mucha furia. Repito la palabra como un ronroneo, rápido, casi sin respirar, hasta que pierde todo el sentido y tu voz deja de escucharse al fondo de mi mente. Me cuesta un rato volver a abrir los ojos.

Comienza a atardecer y apenas ha pasado ya la mitad de la horda. Son muchísimos, al menos unos sesenta. Me pregunto a dónde irán tantos. Observo la recta línea de la autopista, sembrada aquí y allá con viejos accidentes de coches, atascos, maleza y grietas. Se desvían hacia el noreste, pero a este ritmo no estarán lejos hasta bien entrada la noche. ¿Por qué son tan lentos? Arg.

El techo de la furgoneta está levantado por la parte del final, como si algo hubiera querido salir de dentro tiempo atrás. Me asomo con cautela. Está lleno de porquería, la tapicería podrida hasta el armazón y huele fatal. Pero esta noche hará fresco y necesito resguardarme. Si vuelvo a pillar un resfriado no dejaré de estornudar en dos semanas.

Desenrollo con cuidado la manta que siempre cuelga a un lado de mi mochila. La dejo ahí arriba porque dudo que se vaya a alguna parte mientras no la vigilo, y me deslizo con el mayor silencio posible por el agujero.

Es hora de descansar un poco.

Damien...

¿Damien?

¿Si?

Buenas noches.

Buenas noches, pequeña.



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Hasta la próxima :)

El último color sobre la TierraWhere stories live. Discover now