Recuerdos.

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Los de la mudanza llegaron una hora después. Dos camiones se pararon enfrente de nuestro nuevo hogar. Bajé corriendo las escaleras, deseosa de poder personalizarlo todo para dejar de sentirme fuera de lugar. Ya me llegaba con tener que lidiar con un montón de personas y lugares desconocidos ahí fuera como para encima sentirme una extraña en mi propia casa. Lentamente fueron descargando los camiones, sacando los sofás y demás muebles hacia el interior de la vivienda y posándolos con cierta brusquedad en el suelo. Empecé a hiperventilar. Como tratasen con esa delicadeza a mis cosas, los recuerdos quedarían reducidos al olvido. Y eso no lo podía permitir. Me puse tensa, a la espera de que apareciesen mis pertenencias. No quería dejar algo tan valioso en manos de unos completos desconocidos. Cuando la esquina de la caja en la que había guardado mis posesiones apareció tras la puerta del vehículo, me dirijí hacia ella, casi corriendo. El hombre me miró extrañado, observándome como si hubiese aparecido de la nada.

-Disculpe, ya me encargo yo de esto- murmuré, tomando el gran paquete en brazos y subiendo las escaleras. Me metí en mi habitación, cerrando la puerta con el pie. Sabía que aún faltaban muchas cosas mías dentro del camión, pero poco me importó. Ya había salvado lo más importante.

   Con suma delicadeza me arrodillé, posando la caja en el suelo. Busqué algo con lo que romper la cinta aislante, sin suerte. Miré a mi alrededor y, en una esquina, encontré un trozo del espejo que mi padre no había barrido por alguna razón. Me levanté para ir a cojerlo. En cuanto mis dedos rozaron el cristal sentí un escalofrío que me ascendió por el brazo derecho y volvió a bajar hasta los dedos de mis pies. Tirité. Ojalá instalasen pronto la calefacción, porque sino ya estaba viendo mi muerte prematura. “RIP a Henna Sharp, que murió de hipotermia. Descanse en paz”. Con cuidado para no cortarme fui rompiendo poco a poco la cinta, hasta que ésta cedió por completo. Separé las solapas, conteniendo la respiración. Debajo del papel de burbujas parecía que todo estaba intacto. Bien, ahora sólo tenía que esperar al resto de los muebles... No pude evitar desesperarme. Esto iba a dar para rato.

      La tarde se me antojó de lo más insufrible. Era la peor parte de cualquier mudanza: el tener que desembalar todas las cosas, limpiarlas, colocarlas, ordenarlas y cambiarlas de sitio porque no te convencen para, finalmente, dejarlas en su posición inicial. Cuando mi cuarto estuvo más o menos presentable, decidí ir a explorar por el pueblo, no antes de prometerle a John que regresaría pronto.

   Bajé por la colina, distraída. El sol ya había comenzado a ocultarse, dibujando en el cielo largas rayas de tonos anaranjados. Observé el mar, aspirando su aroma. Qué vistas más impresionantes... parecían sacadas de algún documental de National Geographic. Seguí descendiendo, con paso tranquilo. Qué ganas tenía de conocer a alguien...

   Me paré en seco, confusa. ¿Realmente quería conocer a alguien?, ¿de qué me serviría?. Siendo mi vida tal y como era no podía tomarme el lujo de cogerle cariño a la gente, pues las despedidas siempre son dolorosas. Si algo tenía sobre seguro, era que jamás te llegas a acostumbrar del todo a ellas. Por un segundo tuve la tentación de regresar, subirme a mi cuarto y enrollarme en una manta a modo de hivernación hasta próximo aviso de traslado. Pero la curiosidad era más fuerte que mis instintos de “autoprotección”, así que retomé la marcha como si aquel pequeño lapsus nunca hubiese tenido lugar.

    Quince minutos después me encontraba en la plaza principal, frente al ayuntamiento. Era un edificio grande de piedra con un enorme reloj en lo alto de una pequeña torreta. Según el mismo, parecía ser que eran las nueve y media. Miré mi reloj de pulsera, desconfiada. Sí, efectivamente eran las nueve y veintisiete minutos ya pasados. Me concentré en mi alrededor, extrañada de no haberme cruzado con nadie por el camino. De todos modos, no le dí demasiadas vueltas. Era mejor así. Caminé un poco más, en dirección a los locales y demás tiendecitas. No me extrañó encontrármelas cerradas, pues seguramente la mayoría de la gente que residía aquí se había marchado de vacaciones a un lugar más apetecible. En mi fuero interno, les envidié. Yo tampoco me hubiese quedado aquí de ser ellos. Un sonido como de campanas me sobresaltó. “Las diez. Será mejor que regrese”

   En el camino de vuelta, recordé el espejo roto de mi habitación. ¿Realmente había visto algo en su interior?. Negué con la cabeza. No, era imposible. Lo más probable es que hubiese sido un experimento de mi desbocada imaginación. Mi estómago protestó, reclamando un poco de atención.  Cogí aire, recordando de pronto algo todavía más cuestionable y escalofriante que unas simples alucinaciones: las dotes culinarias de mi padre.

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⏰ Última actualización: Mar 17, 2012 ⏰

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