Capítulo III

26 2 0
                                    

Capítulo III

Londres, Inglaterra

Orfanato Santa Lucía

El orfanato Santa Lucía de la Piedad era un pequeño establecimiento ubicado a la salida noroeste de Londres. Compuesto por un solo y gran edificio de hormigón de tres pisos de altura, se dividía en cuatro sectores diferentes: la parte norte era destinada como dormitorio para los niños; el centro se utilizaba para las salas de clases; en el ala sur se encontraban los dormitorios de las niñas; y por último, el sector frontal que daba con la cara de entrada al orfanato, delante de las salas de clases, se ubicaban los comedores, una minúscula biblioteca, las oficinas de profesores e inspectores, y todo lo que tuviese que ver con parte administrativa del lugar. El orfanato se erguía austeramente en medio de una extensa pradera surcada, a la entrada del establecimiento, por un camino flanqueado de altos cipreses y arces el cual conducía a la carretera que daba a la ciudad; tras el orfanato, justo en medio de la pradera, un grueso cerezo se alzaba contrarrestando el olvidado y marchito lugar en donde los niños se reunían a jugar todas las tardes y, más allá de la pradera, se extendía un bosque denso que sólo la carretera era capaz de atravesar.       

Este lugar recibía a cuanto niño se le presentase en el portón de entrada, niño que, al no tener pasado, esperaba la llegada de una familia que le tendiera los brazos y les entregase una nueva oportunidad en la vida. Deseo que a pesar de los años se mantenía vivo y que la esperanza se empeñaba en no dejar de lado, a una familia que no llegaba nunca, o lo hacía de una manera bastante escasa, exclusivamente para llevarse a los más pequeños. Los muchachitos con una edad superior a los cinco años esperaban a que un milagro sucediera, mientras que la bondad de las autoridades, si es que era eso realmente, financiaba su estadía en el lugar hasta que apareciese un alma caritativa dispuesta a costearle los estudios en algún otro lugar. De no ser así, al cumplir los dieciocho años, el huérfano debía abandonar el orfanato, así, sin más, y hacer su propia suerte… Si es que lograba encontrar en el mundo aquella cosa llamada suerte.     

Fue aquí, rodeada de inocencia, juegos, gritos de alegría, travesuras sin límites y más, donde se crió una muchacha de cabellera roja como el fuego y ojos color esmeralda, cuyo rostro semejaba tanto a la gran estrella nocturna que todos terminaron por llamarla así: Luna.       

Luna había llegado al orfanato en medio de una fría y oscura noche de verano con apenas siete años de edad; sus padres habían fallecido en un horrible accidente y al no encontrar a ningún otro familiar que pudiese hacerse cargo de ella, fue enviada sin más contratiempos allí. Desde entonces la niña, choqueada por lo acontecido, fue incapaz de recordar su corta vida. Los doctores le diagnosticaron amnesia, tal vez ocasionada por un fuerte traumatismo durante el accidente; como fuese, la muchacha no volvió a recordar nada sobre su pasado, ni sobre su familia, ni sobre sus padres, ni siquiera, su verdadero nombre. Era una muchacha sin vida, sin historia. Un verdadero enigma.       

Creció rodeada de niños con una situación semejante a la suya; algunos habían perdido a sus padres y otros, habían sido abandonados desde recién comenzados sus primeros días de vida; en fin, todos tenían algo en común; no poseían familia.       

Por las mañanas, luego de que se sirvieran los desayunos en el gran comedor, Luna asistía a las clases impartidas por los profesores del establecimiento quienes, dormían en una residencia especial, alejados de los dormitorios de los internos. No era una alumna brillante, sin embargo, sabía cómo destacar del resto. Las clases duraban hasta las cuatro de la tarde, alternadas por dos recreos de quince minutos y una hora para el almuerzo; terminadas las clases, los niños tenían una hora obligatoria que ocupaban estudiando y realizando sus deberes, para luego apropiarse del resto de la tarde y realizar lo que mejor les pareciese con su tiempo, hasta las ocho de la noche, cuando se tocaba una oxidada campana de hierro corroído que avisaba a los internos la hora de cenar, y luego de ir a las duchas, partir sabiamente a sus camas. Fue durante aquellas horas libres en las que Luna comenzó a ejercer una extraña autoridad sobre los demás huérfanos, quienes identificaban en ella al jefe alfa de todo el grupo; y dejándose influenciar fácilmente por la muchacha, ejecutaron cuanta travesura se les atravesaba por la mente, siempre bajo la supervisión y el mandato de ella. En cierto modo, ninguna persona poseía tanto poder ni dominio sobre los huérfanos como Luna lo tenía. Los chicos la observaban con respeto y en sus horas de juego la llamaban orgullosamente “capitán”. 

El Último PortadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora