Capítulo I

175 4 0
                                    

Capítulo I

San Petersburgo, Rusia

Martes 18 de Noviembre. 23:17 P.M.

Patrick Ruzicka se encontraba de pie, apoyándose de espaldas contra el muro de hormigón que sostenía todo el peso de su cuerpo. Su camisa, bañada en sudor, se adhería como papel mojado a la piel que, trataba de actuar a modo de barrera para que su ya desbocado corazón no se atreviera a escapar tan despavoridamente de su pecho. Oculto entre las sombras de un viejo y abandonado edificio, dentro de una habitación húmeda y oscura, sin más iluminación que la del tendido eléctrico colándose por los rotos y opacados cristales de dos ventanas, permanecía con los músculos agarrotados de frío y horror, tragando saliva nerviosamente. Las murallas se hallaban enmohecidas por el agua que se filtraba desde una cañería rota en el techo para luego, caer con insolencia en el suelo y hacer estragos en él formando amplias lagunas en las cuales se sentía el chapoteo de las ratas al momento de huir a sus lúgubres madrigueras. Unos cuantos fierros y barriles oxidados, sacos de cemento y tablas pudriéndose en la superficie desnuda, eran el único mobiliario del lugar.   

Veintiocho años; ni siquiera la mitad de una vida. Si tuviera el tiempo de regresar al pasado, de enmendar algunos cuantos errores, pensó él en medio de las penumbras, habría hecho tantas cosas. Hubiese terminado los estudios como su pobre y angustiada madre se lo pedía mientras fregaba platos en un lavavajillas saltado y amarillento; hubiera rechazado todos los ofrecimientos que el dueño del pub nocturno en el cual trabajaba le hacía tras cada anochecer, comenzando por renunciar al dichoso empleo desde el instante de haberse enterado que traficaban drogas dentro de las dependencias del local; que hacían lavado de considerables sumas de dinero con unos cuantos mafiosos; de que contenían información sobre ciertas cosas que no deberían ni siquiera existir. No se hubiera involucrado en todas las cosas que en esos instantes lo envolvían hasta las patas.     

Una gota de sudor frío corrió escurridizamente por su frente hasta la punta de su nariz. Su pecho latía desenfrenado al tiempo que, el índice de su mano derecha descansaba junto al gatillo del arma, rígido, sin realizar el más leve movimiento. Quiso calmarse, pero los nervios y el miedo ya le habían vencido hacía mucho. Debía salir de ahí si no quería morir dentro de aquella sombría habitación mientras su cuerpo servía de alimento para las ratas, aunque fuese obvio que afuera ya lo tuviesen rodeado, vigilando cada movimiento suyo sigilosamente, como si fuera un maldito objeto de estudio que formara parte del terrario de un niño curioso. Todo por saber más de la cuenta; siempre era así. Respiró hondo un par de veces y se animó a salir de ahí, bajando con cautela las escaleras de emergencias para adentrarse en las frías y oscuras calles de San Petersburgo.       

La noche estaba gélida, quizás, con las calles a punto de congelarse, al tiempo que una masa de vapor se desprendía de sus labios y se esfumaba raudamente en el aire. La distancia que lo separaba de su destino no era larga, pero el trayecto era sumamente peligroso. Hallábase a menos de tres cuadras de una de las avenidas más concurridas de la ciudad, donde la iluminación era abundante y podría encontrar, aún a esas alturas de la noche, gente circulando por la calzada. Ellos no podrían atacarlo, pues infringirían con El Código, y aquello se pagaba con la muerte.     

Su arma estaba cargada. Él estaba listo. Sólo debía correr en línea recta, siempre bajo la luz del alumbrado eléctrico, doblar en la esquina hacia la derecha, correr otros cuantos metros y luego, a la izquierda encontraría un callejón, cuyo sórdido vacío lo llevaría directamente a la avenida. Lo más difícil sería el callejón; en él no habría luz, no habría nadie, lo podrían atacar sin ninguna restricción u obstáculo. Su respiración se hizo forzosa. Era ahora o nunca.     

Echó a correr con todas sus fuerzas a medida que el miedo le perforaba los huesos igual que un taladro; dio un vistazo arriba y los vio, rápidos como sombras en medio de la noche, deslizándose con gracia inmaculada sobre las azoteas de los edificios; todos en una sola dirección y con un solo blanco: él.   

El Último PortadorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora