Capítulo 2 "Miradas que son espejos"

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Ayer me había ido a la cama con un humor de perros. Aún no me hacía a la idea de que los Veltroni vendrían de visita y mucho menos a que vería a la única persona a la que desearía borrar de la faz de la tierra. Simplemente no parecía posible. Y había requerido de incontables pellizcos a mi brazo (sí, yo misma me había pellizcado casi sesenta veces en el transcurso del día) para convencerme de que esto, en efecto, no era una pesadilla.

Además, gracias a esta agradable visita, mi mamá nos había pedido a Alex y a mí que limpiáramos todas y cada una de las superficies de la casa, lo cual había resultado ser un trabajo en solitario para la protagonista de esta tragicomedia. Mi hermano menor, orgullo de mis padres y de la escuela secundaria donde era alumno, había terminado su entrenamiento de fútbol a las nueve y media de la noche, lo cual lo había dejado prácticamente en estado de vegetación y con pocas fuerzas para realizar siquiera las actividades básicas de supervivencia humana. Yo preferí dejar que durmiera.

Cuando mi madre entró a la cocina a eso de las once y media y notó que yo también estaba más dormida que despierta, me amenazó con no dejarme ir a la cama hasta que terminara de lavar los platos. La verdad es que no faltaba mucho y era evidente que ella también había tenido un día muy largo. Así que lo dejé pasar, porque también era consciente de que ella aún estaba enojada conmigo por mi comportamiento de ayer. Sí, cuando me había dado la noticia.

Pero hoy era un día distinto. ¡Y cómo deseaba que no lo fuera!

Hoy ya no habría quehaceres domésticos ni tendría que cocinar para mi hermano o mi apurado padre... no, por supuesto que no. Hoy sería completamente distinto. El día de hoy sería un desastre total.

Corrijo, hoy yo sería un desastre total.

No es que odiara a los Veltroni, en realidad Ana y Francesco eran personas grandiosas. Desde que yo era niña, siempre había mostrado un cariño muy especial hacia mi hermano y hacia mí. Cada vez que nos visitaban traían algún regalo para nosotros y una que otra botella de vino para mis padres.

Stephanie y yo habíamos crecido juntas, pero al entrar en la pubertad, nuestros caminos se habían apartado el uno del otro. Se podría decir que ambas habíamos cambiado y habíamos iniciado el proceso de transformación en las personas que éramos ahora, aunque yo no tenía ni la más mínima idea de qué clase de persona era Stephanie en el presente. A los trece años, ella había escogido a un grupo de amigas que solo pensaba en chicos y en quién tenía los pechos más grandes o el trasero más llamativo. Y quizás fue debido a mi desarrollo tardío (a los trece años, yo no tenía ni pechos, ni trasero, ni una cara atractiva) o a que el destino simplemente había decidido alejarme de ella, pero en aquel momento nuestras vidas se habían separado para siempre. Fue en ese entonces cuando nos dejamos de considerar mejores amigas. Y también fue en ese entonces cuando comencé a pasar gran parte de mi tiempo libre con su hermano mayor.

A la una de la tarde decidí despegar la vista de la novela que estaba leyendo. Mi madre siempre me había dicho que, en vez de preocuparme, el mejor remedio para el nerviosismo era ocuparme. Así que después de muchos intentos de concentrarme en la lectura, por fin logré retomar el hilo de la historia y recordé por qué había elegido este libro en particular: era un romance ligero, emocionante y para nada realista. Lo que más necesitaba en estos momentos, la verdad. A estas alturas, mi cerebro no estaba en condiciones de idealizar el amor verdadero, o siquiera de desperdiciar fuerzas en imaginar futuros encuentros con un hipotético príncipe encantador...

Basta.

Ese pequeño pensamiento fue lo que bastó para que me levantara de la cama y pusiera un poco de orden en mi vida. Aunque fuera solamente una ilusoria sensación de orden. ¿Acaso tenía acceso a algo más? El destino cada vez más se empeñaba en demostrarme que no.

Mientras cantaba mi canción favorita del mes, con los ojos cerrados y el cabello lleno de champú, escuché las risas de mi madre en el pasillo. Estaba hablando por teléfono. Acto seguido, tocó a la puerta.

— Hija, apúrate por favor. Ana llega en media hora y necesito que le abras. Es que no me he bañado.

El jabón se me escapó de las manos y cayó justo en mi pie. Di un salto, pisé la barra de jabón, resbalé y para no caerme tomé el mango de la regadera, el cual por fortuna no se soltó. Recobré el equilibrio, corroboré que mi corazón aún siguiera en mi pecho y respiré hondo. Viva, en una sola pieza y con una imagen social todavía medio decente. Exhalé. Había aprendido de un programa de televisión que, si me lastimaba de esa forma, la gente creería que había intentado suicidarme...sin éxito alguno.

Salí y me envolví en una toalla. Sequé mi cabello con una toalla más pequeña y prendí la secadora. Que comience la función.

***

Estaba parada frente a la puerta de mi armario sin tener la más mínima idea de qué ponerme hoy. ¿Cómo se suponía que debía vestirme? ¿Cómo se viste alguien en una situación como esta? Es decir, quería estar presentable (nadie desea verse fea cuando hay visitas), pero tenía la impresión de que, si me arreglaba demasiado o si algo en mi atuendo sobrepasaba los límites de lo "casual", alguien pensaría que me había arreglado para él. Y eso ni siquiera era una opción considerable.

Al final, decidí ponerme un vestido color blanco (sin estampados o diseños particulares) y lo combiné con mis zapatos azules. Debatí entre hacer algo con mi cabello o dejarlo al natural, pero al final opté por la opción más segura: peinarlo un poco y dejar que se ondulara como normalmente lo hacía. Entre menos esfuerzo le pusiera a mi aspecto, menor sería la posibilidad de provocar malos entendidos.

De hecho, lo último que quería hacer era maquillarme, pero en medio de mis grandes dilemas existenciales, mi madre había entrado a la habitación para recordarme que había que dar una buena impresión a nuestros invitados. En palabras de Bianca Bellendier, eso significaba que me quería maquillada y sonriente. Así que a regañadientes apliqué un poco de rímel a mis pestañas, que eran tan delgadas que, sin maquillaje, eran prácticamente invisibles. También puse corrector de ojeras por debajo de mis ojos, porque con lo tarde que me había acostado, me veía más cerca del descanso eterno que de la flor de la juventud. Por último, me puse un brillo labial que Maggie (mi mejor amiga) me había regalado en mi cumpleaños.

Tras una última inspección a mi persona y después de darme cuenta de que aún con el maquillaje era exactamente la misma de antes, salí de la habitación. En ese momento sonó el timbre.

— ¡Jessica, ya están aquí!

La voz de mi madre se escuchó en mi mente como el signo ominoso del apocalipsis. Sabía que no podía responderle que no, tampoco podía encerrarme en mi cuarto y saltar por la ventana — ¡y qué más quisiera! —, así que bajé las escaleras muy lentamente, deseando que fueran eternas.

Llegué a la puerta y respiré hondo. Ni siquiera así logré que el oxígeno llegara a mi cuerpo. Me sentía mareada.

— Creo que voy a vomitar —susurré.

Uno, dos, tres.

Sin más, abrí la puerta.

Y allí estaba él. Al frente de su familia, con una mirada que reflejaba la mía. 

Nuestra Traviesa MentiraWhere stories live. Discover now