Capítulo 2: Alexander (Parte 1)

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Las puertas automáticas del aeropuerto de París-Charles de Gaulle se abrieron por enésima vez aquella tarde, dejando escapar al exterior una bocanada del relajante aire acondicionado que mantenía el recinto cómodo para los viajeros. Pasaban un par de horas de mediodía, y a pesar de haber caído ya el otoño, aún no habían bajado los termostatos lo suficiente como para que el grueso de la gente que transitaba las calles francesas hubiese decidido sacar de sus armarios los abrigos.

Excepción eran, como en cualquier época del año, los elegantes hombres de negocios, trajeados e impolutos, con sus corbatas y cargando sus maletines, entrando y saliendo del aeropuerto como si se tratase de su hábitat natural.

Y el hombre que acababa de salir por aquellas puertas automáticas, caía de cabeza en aquella categoría.

Alexander Lee McPherson tenía 32 años, pero mantenía un físico envidiable por muchachos un lustro más jóvenes. Alto, de hombros anchos acrecentados por un impoluto corte en su traje y cuello robusto, resultaba, a primera vista, autoritario. Su mandíbula, angulosa, estaba limpiamente afeitada salvo por un sencillo y corto “Van Dyke” sobre su labio superior y bajo su labio inferior.

Su pelo era negro tanto en su cabeza como en su barba, si bien alguna cana rebelde empezaba a aclararlo en los lados de su cabeza. Y sus ojos, penetrantes, inquisitivos, tenían un oscuro color azul cobalto, herencia junto a su apellido -según él siempre decía- de su abuelo Irlandés.

Su traje, un simple pero elegante corte italiano gris carbón, resaltaba su cuerpo, dándole un aspecto imponente, aunque entre todos los ejecutivos que iban y venían, casi le hacían desaparecer como una cebra en medio de un rebaño, perdido entre corbatas y maletines.

Tras él, ataviada con un escandalosamente caro vestido rojo y con unos zapatos de tacón a juego, caminaba una preciosa mujer, de largos rizos pelirrojos que le caían en cascada sobre sus hombros.

Margareth Suzanne Lawrence era -aún a sus ya cumplidos 30- una preciosidad. Esbelta, de cintura estrecha y piernas largas, que no dudaba el lucir con vestidos por encima de la rodilla, y un busto lleno que, de la misma forma, presumía con escotes arriesgados. Aunque ahora los escondía tras unas grandes gafas de sol de algún diseñador poco conocido, sus ojos tenían un color marrón claro, y sus labios, llenos, carnosos, y mejorados por el maquillaje -como todo el resto de su cara-, invitaban a todo tipo de pensamientos fuera de lugar.

-... porque claro, tampoco creo ¿eh?, tampoco creo que fuese tan difícil hacer un margarita decente, digo yo.

Su voz, aunque agradable, denotaba un enfado a su juicio totalmente justificado mientras hablaba a Alexander, gesticulando e ignorando por completo el gesto de “un momento” que el hombre hacia con una mano, mientras con los dedos de la otra intentaba contestar el teléfono móvil.

“Malditas pantallas táctiles, malditos viajes de negocios, malditos aviones” pensó con cierto desagrado, mientras intentaba que su mujer se calmase. Suspiró, mirándola y levantando las cejas mientras se llevaba el móvil al oído, haciendo un gesto con su mano hacia dicho teléfono, intentando que entendiese que estaba ocupado.

-... pero claro, una no puede ni tomarse un margarita para quitarse los nervios del despegue...

Alexander cerró los ojos, suspirando e intentando apartar la voz de Margareth de su cabeza, mientras el teléfono finalmente conectaba. La voz de su jefe sonó casi chillona al otro lado de la linea. Voz de rata. Era lo que siempre había pensado. Si le pusiesen un traje caro a una rata, le afeitasen todo menos el bigote y la sentasen tras un escritorio, así era justamente como sonaría.

- Sí, acabo de llegar a Charles de Gaulle... Sí, tengo la dirección del hotel... Sí, sé que la reunión con los inversores es mañana a mediodía...

Aguantó las ganas de suspirar hastiado. Su jefe estaba de los nervios con la operación de negocios y con razón, pero le estaba tocando a él aguantar la tromba de llamadas, correos electrónicos y, en general, acoso por su parte. Y bastante tenía con su mujer.

-Sí, me aseguraré de llamarle tan pronto acabe la reunión, sí... sí... sí, buenas tardes.

Colgó, guardándose el teléfono y parpadeando, con el zumbido de la voz de su mujer aun constante en sus oídos. Se giró hacia ella y se la encontró de brazos cruzados, aparentemente alterada y -aún- hablando. No parecía que se hubiese callado en todo aquel rato.

-... porque claro, es más importante tu trabajo que tu matrimonio, y si te llama tu jefe, tú como un perrito, ale, a ver qué quiere. Pero si yo necesito algo...

Se mordió la lengua dentro de la boca, mirándola en silencio por un momento y girando la cabeza para buscar algún taxi con la mirada.

-... y claro, venimos a París por trabajo, no porque tú hayas decidido traerme para hacer nada romántico. Porque tú y el romanticismo...

Contó hasta diez. Volvió a hacerlo. Y lo hizo una tercera vez mientras cargaban las cosas en el Taxi que se había parado frente a ellos. Amaba a su mujer con locura, y se desvivía por hacerla feliz, pero bien era cierto que en ocasiones Margareth se las apañaba para ser -por mucho que le doliese pensarlo- un dolor en los huevos. Acostumbrada como la tenía a una vida perfecta, le costaba entender que hubiese más cosas en el mundo que ella misma y, sobretodo, que Alexander tuviese responsabilidades más allá de ella, sus caprichos y sus faldas.

Se sentó en los asientos traseros del Taxi, inclinándose hacia delante para indicarle al taxista, con su mejor francés, el nombre del hotel y la calle. Su trabajo como relaciones internacionales en una multinacional había requerido de años de sacrificio, de muchos favores hechos y cobrados y sobretodo de una suerte desmedida, propiciada e impulsada sin duda por los contactos que ambos -tanto él como Margareth- tenían en sus familias.

Se trataba de un trabajo intenso que le requería estar más tiempo fuera de casa que en ella, más tiempo en el extranjero que en su modesta pero elegante casa de dos pisos a las afueras de Londres. Pero sobretodo se trataba de un trabajo enormemente bien remunerado entre su nómina y sus incentivos. Ganaban más de lo que podían gastar, y eso era mucho decir considerando que las tarjetas echaban humo en manos de su mujer.

Pero su trabajo era un arma de doble filo. Pasaba poco tiempo con Margareth, y cuando tenía tiempo para ella, era tiempo que rara vez pasaban felizmente. Su mujer prefería ver las ausencias por trabajo antes que admitir que eran lo que sostenía su derrochador modo de vida.

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Las partes de Alexander han sido escritas por Quartenyo (http://www.wattpad.com/user/Quartenyo)

Los Suburbios del SexoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora