Mensaje

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Durante un instante, tan fugaz como un parpadeo, Panqueque tuvo una fuerte jaqueca. La más fuerte que jamás experimentó.

La canasta que sostenía cayó al suelo, y las verduras salieron volando por el impacto. Panqueque fue la siguiente en caer sobre sus rodillas, agarrándose de la cabeza mientras apretaba los dientes.

—¡Panqueque! —exclamó Amelia, alterada—. ¿Qué te sucede?

—Mi cabeza —masculló la niña. Tenía los ojos perlados, como si estuviera a punto de llorar—. Me dolió mi cabeza. Fue como si una de mis flechas se me clavara, pero ya no duele. —Se puso en pie—. Perdón, tiré la comida.

—No te preocupes —contestó la mujer, agachándose para ayudarla a recoger las verduras—. Ve a ver a Cassie; quizás pueda ayudarte con algo.

Panqueque asintió y se retiró.

La mujer atendió a la niña sobre el faro, donde estaba montando guardia. Lo primero que hizo fue retirar el vendaje con sumo cuidado para asegurarse de que no hubiese ninguna infección.

Sus ojos se abrieron grandes al observar, con sorpresa y horror, unas marcas que comenzaban a formarse alrededor de la herida, como si la piel se agrietara con el patrón de unas escamas de reptil.

Eran grietas pequeñas, muy pequeñas, casi imperceptibles, pero que estaban allí.

—Esto... ¿no te duele? —preguntó, consternada.

—Un poco, cuando tocas —contestó Panqueque.

—Nunca había visto algo así. La formación de costras es normal, pero... —Ladeó la cabeza—. No importa. No hay ninguna infección visible; tal vez solo se te haya resecado un poco la piel. Si sientes que se te calienta el brazo o te duele la cabeza, avísame.

Panqueque asintió.

Jabalí, Jake y Heather llegaron momentos después. Cuando Gaz giró la gran rueda para levantar abrir el portón, notó que estaban increíblemente sudados, con grandes ojeras bajo los ojos y la piel grasienta, como si hubieran estado fuera una semana entera sin dormir.

—Dios, ¿qué les pasó? —preguntó, arqueando una ceja.

—No me digas que no lo escuchaste —exclamó Jake, molesto—. ¿Nadie aquí lo escuchó?

—¿Escuchar qué? —preguntó Barry, apoyado en la baranda superior.

—Me están jodiendo, ¿cierto? —dijo Heather.

Gaz disintió, confundido.

—Dios... lo que faltaba —suspiró Jake—. Nos hemos vuelto locos.

—A ver, a ver, Boone, explica de qué están hablando —exclamó Cassie desde el faro—. No hemos oído disparos.

—¿Y nuestros gritos? —espetó Heather mientras Gaz cerraba la gran puerta—. Debieron oírlos.

Barry disintió.

—Se acabó. Reunión —exclamó ella—. Todos a la fuente, ¡ahora!

Todos se reunieron frente a la fuente, atentos Heather y Jake.

Jabalí abrazó con fuerza a Panqueque, preguntándole si estaba bien. La niña, extrañada, contestó que sí con un ademán.

—Fue como... una puta sirena. Comenzó a sonar una especie de canción que sonaba como una sirena sísmica —contó Heather—. Sonaba demasiado fuerte, como metalizado y distorsionado mientras se oían...

La Red EscarlataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora