La gente del centro comercial

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La enfermera de la que habló Heather se llamaba Sharon Cassidy, aunque todos le decían Cassie. Era una joven de cabello castaño claro y el rostro empapado de pecas, en su cuello colgaba un collar con una rosa de plata; Jabalí la conoció usando un sombrero tipo vaquero de paja, y por lo que parecía, lo usaba siempre que podía.

Suturó las heridas de Panqueque de forma rápida para acortar el dolor, aunque eso no evitó que la niña llorase.

—Listo, ya está —dijo cuando terminó de vendar la herida ya suturada—. No fue para tanto, ¿no?

—Sí fue para tanto —sollozó Panqueque.

Cassie soltó una carcajada.

—Hay agua que pueden hervir, por si quieres duchar a la niña —dijo—. En Aviator hay mucha agua bajo el suelo, y pudimos hacer pozos. El mayor problema del apocalipsis se resolvió en un instante —agregó con una risilla.

Sin embargo, Jabalí prefirió simplemente lavarle el cabello. Se lo refregó hasta dejárselo esponjoso y maleable.

Luego, Heather los guió hasta la tienda de ropa, y le dio unas cajas a Panqueque para que eligiese sus prendas. La niña estaba emocionada por ponerse ropa limpia, tanto así que, cuando vio una camiseta manga larga azul, no dudó en quitarse la prenda para vestirse.

—Dios... —musitó Heather cuando, en la espalda de la niña, vio cuatro cicatrices producto de un zarpazo.

—Fue cuando tenía cinco —comentó Jabalí—. Los vampiros nos tomaron por sorpresa; fue una herida superficial, llegué a tomarla a tiempo.

A Jabalí no le gustó que le quitaran sus armas al entrar al centro comercial, por mucho que lo entendiese. Planeaba irse a la mañana siguiente, pero cuando vio a Panqueque jugar alrededor de la fuente seca del patio, y entre el puente que cruzaba los pasillos superiores del shopping, decidió ver cómo seguían las cosas.

Conoció a Gaz, el bocazas que decía Heather. Su verdadero nombre era Saúl, y no sabía por qué se había ganado ese apodo. Era un hombre de metro setenta, sin nada realmente destacable más allá de sus ojos miel y barba de tres días.

Como advirtió Heather, hablaba mucho. Comentaba sobre todo el hecho de que nunca había visto una niña desde que comenzó el apocalipsis. Y cuando oyó a Jabalí llamar vampiros a los garradores, su expresión cambió por completo.

—Vampiros —dijo, chasqueando los dedos—. Tiene sentido, tiene sentido. ¿Pero por qué no convierten a los niños? —inquirió, llevándose la mano a la barbilla—. ¿Crees que sea porque son débiles físicamente, o por algo más?

—¿A qué te refieres? —quiso saber Jabalí.

Gaz esbozó una sonrisa, de esas que sueltan los conspiranóicos cuando les dan cuerda para soltar su lluvia de hipótesis.

—Bueno, los garradores matan a los niños. Los matan a manotazos, los despedazan o los empalan. Ni siquiera es que los niños mueren porque les chupan la sangre y no vuelven por lo que sea; no, literalmente los asesinan. ¿Crees que los niños tengan algo especial que haga que ni siquiera intenten convertirlos?

—No lo sé, creo que les das muchas vueltas al asunto —acotó Jabalí—. Simplemente puede que sean débiles. Digo, ¿has visto a un vampiro con cáncer, o tan siquiera a un vampiro cojo, inválido o directamente alguna deformidad? Carajo, si hubiera visto a un vampiro que pareciera tener síndrome de down, lo habría recordado. Parece que solo elijen adultos sanos para sus filas. No creo que haya que darle más vueltas a unos seres salvajes.

La Red EscarlataWhere stories live. Discover now