Capítulo 2 - 7

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 —¿Señora? —llamó Oberon Norton. Era inglés, de la costa de Cornualles, heredero de una larga saga de contrabandistas, y aunque ya hacía mucho tiempo que había dejado aquellas tierras, su acento y su forma de ser lo seguían pregonando claramente.

Por lo demás, nadie hubiese podido imaginar su origen. Se trataba de un hombre quizá excesivamente delgado, pero de fuerte apariencia, vestido con el uniforme naranja de los Kafaiis del Gran Rey; las tres flechas negras que llevaba sobre el hombro izquierdo indicaban que había alcanzado el rango de teniente. Era poco habitual que se reclutasen Kafaiis en las colonias, pero Norton había sido afortunado: dos ciclos atrás, varios de ellos habían aparecido muertos en las callejuelas de Los Márgenes, y Norris había ordenado que se aceptase a media docena de reclutas.

Norton había prosperado con rapidez. Su espada, un soberbio florete llamado Tritón, se había hecho famoso en Messaria, por una razón muy simple: él no era ni de lejos tan bueno en esgrima como Zenon, mejor dicho, Djeeron VanDaayer en Messaria, o como Martín Oraá, pero tampoco nadie había podido vencerle nunca, por lo que todo el mundo atribuía el mérito a su arma.

Decían que era mágica, que estaba encantada. Decían muchas cosas.

—¿Señora? Sé que estáis en casa, señora, hay luz y sale humo por la chimenea. Disculpadme si os molesto, pero quería pediros un favor.

Al no recibir respuesta, apartó con la punta de un dedo la sucia cortina de la puerta y echó un vistazo al interior de la choza. Lo primero que vio fue un catre pegado a la pared y cubierto de telas mugrientas que debían servir de sábanas. Norton frunció la nariz con desagrado; si había algo en el mundo que odiara más que el tener la bolsa vacía, era la suciedad, no podía soportarla.

Suspiró. No estaba en condiciones de ser exigente. Siguió mirando y descubrió a la mujer, sentada en el suelo, junto a la pequeña chimenea de piedra. Ella le observaba con sus ojos de cerdito llenos de miedo. Norton se preguntó si no tendría otras ropas; probablemente no. Siempre iba vestida con los mismos harapos, una camisa vieja y gigantesca y unos pantalones anchos, sujetos por una cuerda a la cintura.

—Señora, disculpadme, no quería asustaros —empezó, intentando tranquilizarla. Aunque se conocían desde hace tiempo, él nunca se había acercado a la choza. En la lumbre burbujeaba un puchero del que salía un poderoso olor a marisco, y ella tenía entre las manos un palo largo. Norton supuso que lo utilizaba para remover su cena hasta que comprobó que no era un palo, sino un hacha. Sus ojos volvieron a los de la mujer. Repentinamente, Norton se sintió ridículo y muy asustado—. Lamento molestaros, de verdad, pero veréis, empieza a hacer frío, y había pensado que quizá no os importaría hacer un poco de té...

Ella inclinó la cabeza. Las sucias greñas grises, casi blancas, que la cubrían se agitaron como serpientes.

—¿Té? —preguntó, con una voz crujiente—. No tiene té. No tiene oro. El hombre no está. Vete.

¿Hombre? Norton miró inquieto a su alrededor. En todo el tiempo que llevaba acudiendo a La Lengua de Piedra, nunca había visto a ningún hombre con aquella vieja. Quizá lo hubiera inventado, para llenar un poco su soledad.

—No, señora, no os preocupéis —dijo, mostrándole la caja que llevaba bajo el brazo—. Yo he traído de todo: una pequeña olla, un colador, té, azúcar, un limón, un tarro de leche y un tarro de agua. Después, podéis quedaros con los utensilios y con lo que sobre. Oh, esto —añadió, sacando de la caja un pequeño almohadón— es para mí. Esas rocas de ahí fuera son muy incómodas.

La mujer abrió mucho los ojos. Sus dedos soltaron el hacha. Norton suspiró aliviado.

—¿Té? —repitió, mirando la caja. Sonrió—. Si, Katherine hará té.

EL LAZO DE PODERDonde viven las historias. Descúbrelo ahora