CAPÍTULO 2: JUEGO PELIGROSO

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La Capital, Mayo de 2037


Era una fría tarde de otoño. La oscuridad reinaba la Resistencia, excepto en casa de los Whitely. La salamandra alumbraba el cuarto de los niños, que recreaban —sin saberlo— un juego peligroso.

Elea Taneev tenía ocho años. Llevaba el cabello recogido en una cola de caballo y vestía ropas gastadas. Sus ojos amatista brillaban desaprobando el impasible rostro de su hermano.

Tobías Taneev —de diez años—, yacía inmóvil en la cama. Recostado boca arriba y con los brazos a los costados del cuerpo, experimentaba un viaje astral. Le había pedido a Elea que tomara nota de todo cuanto dijese, pero esta no pudo siquiera apoyar el lápiz sobre el papel.

—Quizás haya muerto... —Augusto Whitely observaba con detenimiento la figura inerte de su amigo. De ocho años, su rubio y recto flequillo ocultaba el color rojizo de sus ojos.

—Todavía respira —Su hermana Jacqueline imitaba la postura del viajante. Apretaba su largo y negro cabello contra la espalda, mientras espiaba con sus claros ojos verdes a los demás. Con seis años de edad, era la más osada.

—Me aburre verlo dormir... —Augusto zamarreó a Tobías de un brazo—. ¡A ver si te despiertas!

Elea lo alejó, indignada.

—¡Lastimarás su alma!

—Niños, no jueguen de manos... —La voz solemne de Astro Whitely, padre de Augusto y Jacqueline, sonó de repente desde la sala. Encomendado por su esposa para cuidarlos en su ausencia, reparaba una vieja guitarra que había recuperado de la superficie.

—Si resulta herido y mi madre se entera, no viviremos para contarlo... —Elea continuó.

—No la invoques... —El rubio miró hacia los lados.

De solo pensarla, sería capaz de aparecerse.

***  

—¿Estás bien? —La madre de los Whitely notó a su amiga estremecerse. De contextura grande, Kassandra Saimen contaba con treinta y un años. Su cabello rubio oscuro caía lacio hasta la mitad de la espalda, formando ondas al final. Los ojos verdes resaltaban en su piel cetrina y llevaba un lunar por encima del lado izquierdo del labio.

—Eso creo... —Abigail Astreani tenía treinta y dos años; de rostro pálido, grandes ojos amatista, y largo y ondulado cabello violáceo. La voz de Elea había resonado en su cabeza. Pero Astro cuidaba de ellos; debía confiar—. Quizás fue una invocación involuntaria...

—Es probable...

Nadie en su sano juicio hubiera penetrado la soledad de aquel atardecer. Ni siquiera los más aventurados hubieran abandonado sus refugios para presenciar la llegada de la noche.

Los capitalinos no sentían rechazo a las calles despobladas; tampoco temían enfrentar la opacidad del cielo. Sin embargo, ninguno tenía la osadía suficiente para disfrutar del mar rompiendo entre las rocas, ni para deleitarse con el canto de los pájaros en la que alguna vez había sido la inmensidad del bosque.

Todo destello de alegría se había vuelto irreal para sus corazones. Incluso la existencia se había tornado más gris que el propio firmamento. Ya habían pasado treinta y ocho años desde que el sol no brillaba en el planeta y todos lo padecían.

Los viejos recordaban aquel mediodía de agosto, allá por el lejano 1999. El sol se había eclipsado y los curiosos pronunciaron hechizos protectores contemplar el espectáculo sin sufrir alteraciones en la vista.

El fenómeno parecía no tener fin.

Algunos consagrados descubrieron que ni la Luna ni la Tierra eran las masas encargadas de obstruirle el paso. En su lugar, una sombra de gran magnitud se había aferrado al astro rey sin ánimos de desprenderse. El sol siguió su curso como de costumbre, oscurecido, hasta ocultarse tras la línea del horizonte.

AQUELARRE, La isla del FuegoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora