Capítulo 4

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Un fuego sobrenatural consumía la cabaña donde Dayanara había matado por primera vez. Sabía que aquella no sería la última, pero eso no le causaba pena ni culpa. «Es un mal necesario», pensó, mientras caminaba hacia un pequeño granero. Poco quedaba de la Dayanara que había sido alguna vez. Si bien aún amaba a sus familiares, ahora tenía intereses más oscuros y egoístas, y pensar en sí misma ya no le causaba culpa alguna. Eso era un alivio, porque siempre había querido desear las cosas que ahora deseaba, pero jamás se lo había permitido. La influencia de Linda había sido muy fuerte en ella.

Tomó la llave que le había dado Hécate. Su intención era volver a la encrucijada para llamarla y decirle que estaba lista para transitar la noche con ella. Tenía cinco minutos para hacerlo ya que Hécate no podría materializarse después del amanecer.

—¡Espera! —le gritó Ángela, quien estaba parada a solo unos pasos detrás de ella. Dayanara no se había detenido a confirmar que ella se hubiera marchado junto a las demás brujas, ni había imaginado que estas le permitirían quedarse. Pero las brujas respetaban el libre albedrío de las suyas, por lo que nadie la hubiese obligado a irse, excepto quizás su madre. Hasta que un hijo cumpliese la mayoría de edad, podían controlar su vida hasta cierto punto.

—Déjame en paz —le dijo Dayanara—. Tengo asuntos por resolver antes del amanecer.

—Deja que vaya contigo, entonces.

—No puedes hacerlo, lo siento —respondió, y abrió la puerta con su llave, dejando ver el sitio donde había recibido su poder por parte de la Diosa Oscura. Saldría por la misma puerta que antes había creado.

Y eso hizo, solo que su hermana decidió no hacerle caso y, dando un paso muy largo, cruzó la puerta justo por detrás de ella, y la cerró antes de que Dayanara la devolviese al lugar de dónde habían venido.

—¡Tonta! —exclamó la nueva bruja, furiosa—. ¡No puedes estar aquí! —Dicho esto, con un ademán conjuró un círculo de fuego alrededor de su hermana, con la finalidad de que esta se quedase en su lugar—. No vas a arruinarme los planes.

Caminó hasta la encrucijada, sabiendo que Hécate estaría allí en cuestión de segundos. Ahora que era una de las suyas tenía con ella cierta conexión que le permitía sentir la presencia de la Diosa; y esta ahora se estaba acercando a ella a una velocidad sobrehumana, hasta finalmente aparecer frente a ella, esta vez con un amenazante perro negro portador de tres cabezas monstruosas a su lado.

—No dejes que Cerbero te intimide, cariño —le dijo, acariciando la cabeza central del animal, quien en ese momento lució un poco menos monstruoso y amenazante.

—¿Por qué ha venido con el perro? —preguntó Dayanara, un tanto curiosa.

—Porque él nos guiará por el camino al Inframundo, querida —respondió la Diosa, con una amplia sonrisa en sus labios.

—¿Al inframundo? —preguntó ella, confundida. Eso no formaba parte de sus planes.

—Claro, pero no será algo permanente… Solo debes pasar una temporada conmigo, eso es todo —le respondió.

—¡No! —exclamó Ángela, quien aún estaba rodeada por las llamas.

—¿Y a ti quién te ha pedido opinión? —preguntó Hécate, caminando directo a la rubia.

—Siento la intromisión —se disculpó Ángela—, pero no puedo dejar que mi hermana vaya a ese horrible lugar.

—No, no, no… Tranquila, que mi morada es de todo menos horrible —le aseguró. Y era sabido que los dioses que habitaban ese lugar no la pasaban para nada mal, pero para una bruja blanca el Inframundo siempre luciría horrendo.

—Iría yo con usted si devolviese mi hermana a su estado original —le dijo Ángela.

—¿Cómo es eso? —preguntó la diosa, interesada en la propuesta de la bruja—. No me sirves allí a no ser que manejes la magia negra… Y no sé si es eso lo que quieres. Además, ya no se puede hacer nada para revertir el estado de tu hermana.

—¡Déjate de tonterías! —exclamó Dayanara, uniéndose a ellas—. Tienes a tu madre, no quieres que se muera de tristeza por haberte perdido. Debes volver con ella…

—Mi madre es fuerte y podrá soportar mi pérdida. En cambio yo… Yo soy débil y no podré soportar la tuya.

—Vayamos juntas entonces… —sugirió Dayanara, su mirada más oscura que nunca—. Si tanto temes perderme, entonces únete a nosotras.

Ángela lo pensó por unos segundos, pero la decisión no era tan difícil de tomar. Después de todo, no era lo suficientemente buena como para ser una bruja blanca por el resto de su vida. «Esto iba a ocurrir tarde o temprano», pensó.

—Está bien —respondió—. ¿Pero no era que hay que morir para entrar al Inframundo?

—No si Cerbero te permite la entrada, querida; y lo hará si vienen conmigo —respondió Hécate—. Vamos, que ya comienza a amanecer.

El fuego que rodeaba a Ángela se extinguió. Hécate le hizo una seña con la cabeza a Cebero, quien dio un gran salto hacia adelante. En aquel sitio apareció un agujero en el suelo, con una escalera oscura que conducía hacia abajo.

—Vamos —dijo Hécate, y en su mano una antorcha apareció, al tiempo que daba los primeros pasos dentro del Inframundo. Las dos brujas la siguieron dentro de la oscuridad. No sabían qué les deparaba el destino, pero al menos estarían juntas, y eso era lo que más importaba, aunque la oscuridad amenazase con consumir sus almas.

***

Hay cosas que solo los inocentes pueden ver, así como los niños pequeños ven los fantasmas cuya mera existencia nosotros ponemos en duda. Y así fue como la inocente vio lo que nadie más quería ver, y lo que la misma Hécate a nadie jamás confesaría.

La Diosa Oscura pasaba mucho tiempo con sus nuevas adeptas, por lo cual la inocente comenzó a estar mucho tiempo sola, y pronto consiguió permiso para visitar asiduamente a Perséfone, quien creyó interesante contarle algunas historias sobre la intrigante diosa.

Resultaba ser que dieciocho años atrás, tras perder a su acompañante anterior, Hécate se entristeció y se cansó de la oscuridad, por lo cual quiso lo para ella prohibido, y decidió buscar la luz del sol. Pero solo obtuvo permiso para salir por siete años, en el transcurso de los cuales sería una mera humana que no tendría consciencia de quien realmente era, una humana que tuvo la desgracia de enamorarse y formar una familia, sin saber que tendría poco tiempo para disfrutar la felicidad que esta familia le brindaba.

Fue así como tuvo una hija, una hija humana a quien jamás podría volver a ver, a no ser que ella misma la contactase. Fue triste, pero cuando se cumplieron los siete años, Hécate volvió a tener consciencia de sí misma, y su yo humano murió para dejar esa vida de luz atrás.

La inocente no tuvo que pensarlo demasiado: era evidente que Dayanara era la hija de la diosa y que esta, de algún modo, había movido los hilos del destino para traerla a su lado. Es más, la Diosa se veía mucho más feliz, y su rostro estaba siempre iluminado, a pesar de su oscuridad.

Pero la inocente sabía callar,  y jamás a nadie contaría el  secreto más oscuro y guardado de la Señora de las Tinieblas. 

FIN

Señora de las tinieblas (Entre Dioses)Where stories live. Discover now