Los Cofres del Saber

بواسطة PatCasalaAlbacete

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El padre de Sara era el descendiente de una saga de custodios de un secreto antiquísimo, un cofre que contien... المزيد

Los Cofres del Saber (prólogo y primer capítulo)
Los Cofres del Saber (capítulo 2 y 3)
Los Cofres del Saber (Capítulos 4 y 5)
Los Cofres del Saber (capítulos 6 y 7)
Los Cofres del Saber (capítulo 8 y 9)
Los Cofres del Saber (Capítulo 10 y 11)
Los Cofres del Saber (Capítulo 14 y capítulo 15)

Los Cofres del Saber (capítulo 12 y 13)

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بواسطة PatCasalaAlbacete

12

Eduardo se pasó tres cuartos de hora intentando que su mujer reaccionara, pero Svet parecía internada en un estado de agitación continúa, como si reviviera una y otra vez aquel lejano día en el que su vida cambió.

Sentada a los pies de la cama, con la mirada perdida en algún lugar lejano y las lágrimas cuajando en sus ojos, Svet se sentía desamparada. Su mente se ancló en un torbellino de sensaciones que vapuleaban su interior de manera frenética. Volvía a ser una niña asustada, escondida tras el sofá del salón, espiando a una figura sinuosa que se escapaba a su escrutinio. Luego las llamas inundaban la tranquilidad de la casa y los gritos histéricos de su familia quemándose se introducían por sus pabellones auditivos para despertar una terrorífica sensación de impotencia.

Y esa voz de la televisión, esa voz nasal que pellizcaba las sílabas de una manera especial, como si hubiera aprendido a esconder un acento distintivo a base de clases de dicción, se entremezclaba con las imágenes de su pasado y creaba una alarma interna que ella no llegaba a ver, sólo la sentía como un dolor en el corazón, una punzada intensa, un recuerdo que se perdía en los laberintos de la desmemoria.

Repasó la cara que pronunciaba esas palabras en aquel programa de la televisión, era una cara perfecta, con un cutis cuidado,… Los inmensos ojos azules que refulgían a la luz de los focos le parecieron una puerta al pasado, aquella nariz perfecta, obra de un cirujano, el maquillaje exacto para resaltar su belleza, el carmín rosado en los labios. ¡No la conocía! Lucía una larga cabellera rubia que se recogía en una graciosa coleta sobre la nuca, aguantada por hebras de su propio cabello que se enroscaban en la base de la cola.

¿Quién era esa mujer? ¿Por qué le despertaba ese recuerdo que ella quería erradicar de su mente? ¿Qué le sucedía?

No podía controlar su cabeza ni los recuerdos dolorosos que la asolaban en un bucle atemporal que mezclaba aquella mujer con el incendio, sobreponiendo ambas imágenes, como si a partir de ellas se ocultara una verdad necesaria, una verdad que podía desentrañar la parte oscura que la invadía de noche en sus sueños, que la obligó a enterrar bajo capas de nuevas experiencias lo sucedido en su casa, que no la dejaba vivir sin el resquemos de aquel suceso horrible que trastocó los cimientos de su existencia.

         Eduardo no sabía qué hacer. Caminaba de un lado a otro de la habitación, intentando entender la reacción de Svet. Al descubrirla desnuda ante la televisión la acunó entre sus brazos para consolarla, pero ante sus palabras tartamudeadas entre lágrimas de angustia ella le pidió que la dejara adentrarse en ese recuerdo en soledad, que la calidez de su abrazo la hacía perder la conexión con el pasado y borraba un poco las impresiones que parecían encender una luz en su cerebro capaz de iluminar aquella caverna oscura donde guardó lo sucedido tantos años atrás.

Los recuerdos del día del incendio también se presentaron en  Eduardo. ¡Aquel día la conoció! Al entrar en la casa en llamas se encontró con Svet, estaba descompuesta y un tanto histérica, susurraba palabras sin sentido en su idioma, palabras en un tono exaltado, histriónico, aterrado. El médico recordaba perfectamente aquella mirada de grandes ojos grisáceos que clamaban a gritos la angustia y la desesperación que se diluía entre las lágrimas. La cara estaba tensa, agarrotada, como si hubiera envejecido de golpe por las arrugas de terror que la constreñían.

Svet tenía en ese instante la misma expresión del pasado. A pesar de no estar emborronada con los restos del humo, sucia por las cenizas que se repartieron de manera desordenada por todo su cuerpo y con las quemadas en el torso que le dejaron las huellas visibles de lo sucedido impresas en la piel, Svet mantenía aquel pánico absoluto asido al rostro, como si a través de su expresión pudiera conectarse con el instante que cambió su vida por completo.

—Ella…ella…ella -balbuceó Svet con una voz aguda y un tanto exaltada—. Fue…ella. –Tres jadeos angustiosos la detuvieron—. Fue…ella. Ella me pegó. ¡Ella está viva!

La claridad de mente se impuso de repente. Fue como si una chispa prendiera en su mente y todo un arsenal de luces halógenas apuntara directamente al interior de la cueva negra y tenebrosa donde atesoraba los recuerdos del incendio.

Volvió a ser la pequeña Svet, espiando a Fiona, a la espera de demostrar a sus padres que era una persona de la que no se podían fiar. Se escondió en un armario de la cocina mientras su hermana mayor se dedicaba a moverse de un lado a otro de la casa.

La escuchó trajinar en la cocina, sin saber muy bien qué hacía. Tarareaba una canción que no conocía con aquella voz nasal que reconocería en cualquier lugar del mundo. Era una canción un tanto exaltada, con una melodía alegre y rápida, que parecía el preludio de algo grande.

Cuando las primeras huellas del humo se colaron por el respiradero del armario Svet salió de su escondite para descubrir un fuego de gran envergadura que se iniciaba en los fogones. La cocina olía a gas de una manera un tanto exagerada, así que si no lograba apagar las llamas la casa ardería. Y no había rastro de Fiona.

Se lanzó contra el fuego con el delantal que se asentaba colgado de un gancho en la puerta del armario e intentó por todos los medios deshacerse de él. Pero un golpe contundente en la cabeza la detuvo. Por unos minutos perdió el conocimiento y se quedó estirada en el suelo. Al fin logró abrir los ojos y arrastrarse fuera de la cocina para impedir que sus pulmones tragaran más humo. Tosía, se ahogaba y le dolía el chichón de la cabeza.

Reptó por el suelo hasta llegar al salón. Su mente estaba embotada por el efecto del humo y del golpe, pero descubrió claramente cómo la figura de su hermana salía por la puerta de acceso al exterior y la cerraba tras de sí. ¡Ella estaba viva!

13

Todo sucedió tan rápido que apenas tuvo tiempo de asimilar los extraños acontecimientos que sacudieron los últimos minutos de mi existencia. Ignacio se encargó de advertirme que me mantuviera en silencio y a su lado con una simple mirada. Luego tiró de mí fuera del autobús en la parada siguiente, cuando la calle Santaló se inicia en Travesera de Gracia, y me arrastró por la calle Avenir hasta un portal cercano a Muntaner.

Su porte erguido y tenso me anunciaba a gritos que algo le sucedía. Tenía todos los músculos apretados, con una expresión de esfuerzo extremo extenuando su cara, el sudor le perlaba la frente y la mano con la que me sujetaba, respiraba con dificultad y casi parecía que la circulación de la sangre se le espesara y le costara andar con pasos rápidos y ágiles.

—Coge…la…llave —tableteó entre jadeos inquietos y me señaló el bolsillo de su pantalón.

Obedecí sin mediar palabra. Sentía que su esfuerzo sobrepasaba con creces los límites de su resistencia, que si no conseguía llevarlo a un lugar seguro se desplomaría sobre la acera fría y compacta que aparecía desierta a esas horas tardías. Localicé el llavero sin dificultad y lo utilicé para abrir la puerta de cristal y hierro forjado que chirrió un poco al abrirse.

El rellano era antiguo, con loseta pequeña color crema en el suelo que dibujaba unas filigranas multicolores enroscadas alrededor de unas flores rojas que perdieron la fuerza del color años atrás. La luz consistía en una única bombilla un tanto tenue que se asentaba al lado de la caja de un ascensor de madera de factura antigua.

—Piso tres…puerta dos.  —Ignacio hablaba con tanta dificultad que casi parecía que expulsara las palabras entre soplidos medio ahogados.

El rictus de Ignacio se contrajo todavía más. La palidez de su rostro cobró un color plomizo que denotaba la falta de fuerzas y su mirada estaba al límite, apagada, enrojecida, casi sin vida. Lo arrastré dentro de la caja del ascensor que traqueteó con dificultad hasta el tercer piso.

No entendía qué estaba sucediendo, desde que Ignacio empezó a mostrar signos de tensión los ojos que me alcanzaron en el autobús desaparecieron de mi consciencia, pero seguía presintiendo su amenaza velada en la cercanía, como si me acosaran de manera intensa.

Llegamos a un descansillo con dos puertas a cada lado y las escaleras frente al ascensor. Casi no tuve tiempo de fijarme en la puerta de madera un tanto descolorida donde una de las tres llaves que se unían en un llavero con una bola de cristal en miniatura encajó a la perfección.

Ignacio empezó a resollar de una manera sonora y un tanto ronca. Las piernas le flaqueaban, parecían dos cuerdas flojas a las que les costaba un mundo encontrar el equilibrio necesario como para caminar. Le agarré con fuerza por la cintura, cargué su cuerpo contra el mío y lo ayudé a traspasar el umbral antes de cerrar la puerta tras de mí. Él arrastró los pies con mucha dificultad.

-¡Ahora estamos a salvo!

Cuando la puerta se selló Ignacio se desplomó sobre el suelo como si le hubieran cortando unos hilos que antes lo mantenían en pie. 

Me quedé bloqueada, sin saber muy bien qué debía hacer ni cómo actuar. Me arrodillé junto al cuerpo desplomado de Ignacio e intenté reanimarle, pero estaba flácido, pálido, con el corazón ralentizado y una mínima respiración que lo mantenía inconsciente.

Estaba en un recibidor cuadrado, sobre una loseta de veinte por veinte centímetros que dibujaba unas filigranas en tonos verdosos. El suelo estaba muy frío, en la casa no había calefacción, y como no nos dio tiempo a encender la luz la única iluminación que tenía era la que se colaba por una ventana de cristal ocre biselado que daba a la caja del ascensor y se asentaba al lado de la puerta.

Barrí con la mirada la estancia mientras me sentaba junto a Ignacio. Las lágrimas empezaron a recorrer el camino desde los ojos a los labios, creando caminos en las mejillas enjutas, vaciando la angustia y la desesperación que anidaban en mi interior.

El recibidor debía medir unos quince metros cuadrados. Frente a la puerta de entrada había otra de madera que comunicaba con un pasillo largo donde conté tres entradas a cuartos indefinidos y que acababa en lo que a todas luces se adivinaba como el salón-comedor. En la pared que comunicaba ambas puertas había un gran reloj antiguo con un péndulo que cortaba el silencio a cada segundo, como si fuera un anuncio del avance del tiempo. En la última pared había dos puertas entreabiertas que dejaban al descubierto las entrañas  de dos habitaciones.

¿Qué estaba pasando? ¿Quién era aquel hombre que me acechaba? ¿Por qué Ignacio se esforzaba tanto para llevarme ahí? ¿Por qué se desmayó? ¿Qué debía hacer yo?

Eran tantas las preguntas que martilleaban mi mente con un timbre estridente que apenas tenía tiempo de pensar en las respuestas. Estaba total y absolutamente sobrepasada, sin ningún indicio que me ayudara a entender la situación y con el recuerdo de los ojos negros acompañándome como una amenaza latente…

Durante cerca de media hora estuve allí sentada, a oscuras, muerta de frío, intentando encontrar una explicación coherente a todo lo sucedido. Desde que mi padre murió mi vida se convirtió en un sinfín de sucesos inexplicables que me abocaban a descubrir los misterios que rodeaban a  mi familia, a mi madrastra, a aquel hombre que descubrí en las escaleras de mi casa, a la carta que de padre que recibí del notario el día de la lectura de su testamento.

Abrí la luz, caminé por el pasillo y entré en las habitaciones en busca de una manta para tapar a Ignacio. ¡Estaba helado! Continuaba estirado en el suelo con una flacidez extraña en todos sus músculos. La palidez extrema de su cara y sus manos se extenuó hasta convertirse en una piel plomiza, casi sin vida.

La desesperación me acompañó mientras le tomaba el pulso, respiraba con mucha dificultad, inspiraba una mínima cantidad de oxígeno a cámara lenta, como si le faltaran las fuerzas para llenar del todo sus pulmones. Luego exhalaba ese ínfimo aire por la nariz.

Volví a sentarme a su lado. Los recuerdos fragmentarios de los últimos meses me sacudieron. ¿Por qué me drogaron? ¿Qué querían de mí? ¿Quién era en realidad mi madrastra?

Sabía que la carta era importante. La caligrafía de mi padre, apretada y un tanto inclinada a la derecha,  explicaba cosas sin sentido, como si ocultara una clave que nunca llegué a descifrar. La memoricé el día en el que la recibí y no me importó que me la robaran de la mesilla de noche ni que no volviera a aparecer. La tenía grabada en la memoria, recordaba cada una de las palabras, el color exacto de la tinta, la textura del papel. Y por los recovecos de mis recuerdos se colaban aquellas últimas palabras de mi padre justo antes de morir, unas palabras que en esos momentos cobraban una importancia vital:

 “Cuando el camino se entrecruce con antiguos amigos empezará tu aventura. Entonces ten cuidado y sigue la estela de lo que fui, la verdad está de tu lado.”

 Cuando escuché estas frases sin sentido en su lecho de muerte pensé que deliraba, pero ante el reencuentro con Ignacio y la persecución silenciosa de aquellos ojos negros no podía negar que empezaba a ver un conato de realidad en ellas, como si fueran la premonición de este instante y me advirtieran de manera callada de que debía seguir las pistas de la carta.

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