El Diario de una Cortesana

De MaribelSOlle

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[Retirada para su edición y venta] Lo imposible convertido en obsesión. Cuando le impiden casarse con el prí... Mais

Descripción
Reparto de personajes
Epígrafe
Capítulo 1- El origen de la Cortesana
Capítulo 2-El hombre metálico
Capítulo 4- Cassandra
Capítulo 5- Y no volvieron a verse....
Capítulo 6-...hasta un año después
Capítulo 7- Una pizca de tristeza
Capítulo 8- Una pizca de dolor
Capítulo 9- Una pizca de comprensión
Capítulo 10- Pasar el umbral
Capítulo 11-Tras el Umbral, no hay retorno
Capítulo 12- Cassandra y George
Capítulo 13-Sombras de pasiones prohibidas
Capítulo 14- Marionetas
Capítulo 15- Votos de confianza
Capítulo 16- Rompiendo cadenas
Este borrador ha sido retirado
Capítulo 18-Crónica de una muerte anunciada
Capítulo 19- Tendría que ser ilegal romper el corazón de una mujer
Capítulo 20-¿Entrar en un convento o convertirse en cortesana?
Capítulo 21-Influencia y poder
Capítulo 22-Una hija
Capítulo 23- La amante del príncipe
Capítulo 24- Sentimientos mezclados con intereses
Capítulo 25- Ella es como el viento
Capítulo 26- Te amo, Cassandra Colligan
Capítulo 27-Guía básica para ser una cortesana
Capítulo 28-Héroe
Capítulo 29- Bronce fundido
Capítulo 30- Papá
Capítulo 31- Olor a nieve
Capítulo 32- Cada adiós duele más que el anterior
Capítulo 33- Ojo por ojo
Capítulo 34- Madame Cassandra y el Comandante General
Capítulo 35- Los celos son crueles
Capítulo 36- Amor de madre
Capítulo 37- Sueños eternos
Capítulo 38-A veces alegrías, a veces tristezas
Capítulo final
Epílogo

Capítulo 3-Una irritable atracción

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De MaribelSOlle


La atracción entre el hombre y la mujer es una fuerza poderosa que supera cualquier lógica.

 Paulo Coelho.

Nadie las había avisado de que el príncipe George, Duque de Cambridge, estaría en Almack's esa noche. Por lo visto, solo unos pocos agraciados habían estado al corriente de esa valiosa información. Cassandra se dio cuenta de que algunas jóvenes casaderas iban mucho más arregladas y ostentosas de lo que se esperaría para un simple baile de Almack's. Ahora comprendía por qué el ambiente había estado tan exacerbado y ardiente antes de que el "señor ojos de bronce" apareciera. 

―Si hubiera tenido la menor idea, te hubiera prestado mi collar de diamantes ―susurró su madre, mientras avanzaban detrás de la Señora de Devonshire y sus hermanas más jóvenes, deslizándose con elegancia por el salón y abriéndose camino entre la multitud. Por supuesto, las personas les cedían paso con una gracia inusitada, pues la Señora de Devonshire encabezaba la pequeña comitiva que habían formado para rendir sus corteses saludos al príncipe. El pequeño incidente de su risa impertinente estaba a punto de quedar a atrás por completo. En cuanto presentara sus respetos al príncipe, todos se olvidarían de ella y su madre se quedaría tranquila. 

Y pensando en su madre es que no volvió a reírse en cuanto vislumbró al esplendoroso príncipe George rodeado de un coro de debutantes y madres deseosas de cazar a un buen partido.  Apenas lograba vislumbrar al caballero entre el enjambre de muselinas etéreas, lazos coquetos y abanicos agitados que sus admiradoras llevaban como estandartes. Aquella escena, recordó, era como contemplar a los pequeños perros en Bristol cuando el mozo llegaba con sus raciones de alimento; todos ellos competían por su atención y cariño de manera tan ansiosa. Pero comparaciones tan mundanas no deberían escapar de su mente si no deseaba cometer una vez más el pecado del ridículo, dejando en claro una inapropiada falta de compostura.

―¿No cree, querida, que nuestro apuesto príncipe parece llevar consigo el peso de una alma atribulada? ―escuchó decir a lady Karen Cavendish, la hermana menor de la Señora de Devonshire. La miró, genuinamente sorprendida. Tal comentario era raro entre las damas de su círculo, pero le agradó ese punto de sinceridad entre tanta falsedad. 

―Por favor, miladi, no me haga reír de nuevo ―rogó Cassandra, mordiéndose el labio al detenerse frente al mismísimo George de Cambridge.

―Su Alteza Real ―reverenció la Señora de Devonshire, con un movimiento perfecto de su cuerpo y una dicción del lenguaje mejor que la de muchos parlamentarios ingleses―. Me gustaría presentarle a la Marquesa de Bristol y a su única hija, lady Cassandra. 

Nadie dejó de notar cómo los ojos del príncipe se posaron en Cassandra, incluso antes de que su nombre resonara en la conversación. Claro está, todas las indulgencias eran concedidas a un príncipe. ―Es un honor sin igual tener el placer de su presencia, Su Alteza Real ―pronunció la Marquesa de Bristol con una profunda reverencia, a la que Cassandra se unió, imitando la elegante cortesía de su madre.

Cassandra habría confiado en al menos recibir un «Lady Bristol» como respuesta, pero el príncipe apenas inclinó su cabeza hacia ellas, como si fueran insignificantes insectos zumbando a su alrededor. Francamente, no tenía idea de por qué había anticipado un gesto más cortés de su parte, considerando la primera y desagradable impresión que él mismo había dejado al ingresar al salón. Tal actitud solo afirmaba sus sospechas de que el príncipe George se enorgullecía en exceso y se comportaba con altanería, y que lady Karen Cavendish estaba en lo correcto: tras su apariencia, se escondía un alma afligida. Quizás afligida por su propia falta de carácter y amabilidad.

Los demás invitados se situaban en fila tras ellas, en especial las demás jóvenes debutantes, aguardando su turno de ser notadas por el "príncipe altanero". Debían ceder el paso, una situación que Cassandra agradeció profundamente. Estaba convencida de que Su Alteza Real la había observado más de lo necesario debido al incidente de su risa inoportuna. No tenía ningún deseo de ser tratada con condescendencia, y diría que incluso con desprecio. Así que se apartó de él con una sonrisa de alivio. 

―Ha sido un gesto sumamente amable por su parte, Lady Somerset, el habernos presentado a Su Alteza Real.

―La amabilidad es siempre bienvenida, pero el mérito recae en Su Alteza por dedicarnos su atención ―respondió Lady Somerset con una inclinación de cabeza elegante, demostrando su gracia y sus modales inmejorables. 

―¿Su atención? ―respondió lady Karen, pero su hermana mayor la reprimió con una de sus famosas miradas gélidas antes de que pudiera añadir alguna insolencia.

―¿Está disfrutando de su estancia en Londres, lady Cassandra? ―cambió de tema lady Georgiana, la otra hermana menor de la Señora de Devonshire, con sus tirabuzones rojos saltando en torno a su rostro con una gracia inigualable. ¡Oh, las Cavendish eran tan perfectas! Y ella tan insegura. 

―Mucho ―mintió, dedicándole una mirada cómplice a su madre, la única que sabía lo mucho que estaba sufriendo en esa ciudad infernal. 

―Permítannos retirarnos por un momento, ya que debemos saludar a otros conocidos ―se despidió la Señora de Devonshire, y ellas respondieron con una reverencia respetuosa como despedida.

―Madre... ―buscó la complicidad de la Marquesa de Bristol, anhelando encontrar en ella una aliada en sus impresiones sobre el "príncipe altanero".

―Lo comprendo, querida ―susurró Johanna, ofreciéndole su brazo mientras Cassandra se aferraba a él con suavidad―. No hace falta que digas nada. Hemos hecho lo que debíamos y con eso estoy satisfecha. Mira, el Duque de Doncaster se está acercando, la segunda pieza va a empezar. 

Cassandra esbozó una de sus sonrisas más ensayadas hacia el Duque de Doncaster y aceptó su mano, permitiendo que la guiara al centro de la pista de baile. Conocía bien la rutina: no era la primera vez que compartía un baile con un caballero que podría ser su padre, y estaba segura de que no sería la última. Suspiró internamente, agradeciendo que el Duque de Doncaster demostrara la sensatez suficiente como para mantener una distancia respetuosa y hablar solo con formalidad, evitando cualquier acercamiento que pudiera resultar incómodo. De hecho, se relajó tanto entre los brazos del Duque, que fue perfectamente capaz de percibir las miradas del príncipe George sobre ella. ¿Cómo obviar esa mirada bronce clavada sobre su persona?

―Parece que ha capturado su interés ―le comentó el Duque de Doncaster, expresando más una observación casual que un comentario con segundas intenciones.

―Me temo que no he ganado su aprobación después de haberme reído de su persona. Siento que está observando mi conducta para emitir un juicio sobre mis modales.

―Conozco múltiples motivos por los cuales un caballero podría fijarse en una mujer, aunque emitir juicios sobre ella y sus modales no sería precisamente el primero que me vendría a la mente ―comentó el Duque con un toque de sutil ironía, insinuando que las intenciones de los caballeros podrían ser mucho más variadas y encantadoras.

Cassandra abrió sus ojos azules, grandes y cautivadores, hacia el Duque, mostrando su sorpresa ante esa perspicaz observación. ¿Qué otro motivo podría haber detrás de las miradas del príncipe George, aparte de un posible juicio? En un instante, una oleada de nervios recientes, que creía haber superado, la recorrió, haciéndola tropezar en sus pasos y pisar sin querer los pies de su compañero de baile. ―Mis disculpas, lord Doncaster ―comentó con la voz atropellada, muy consciente de que el príncipe George seguía mirándola. 

―No se preocupe, milady. Después de todo, la pieza ha llegado a su conclusión ―respondió el Duque con una sonrisa tranquilizadora mientras la música se desvanecía. Cassandra fue guiada por el Duque hacia el extremo de la pista, buscando a su madre―. Lamento decir que no logro ubicar a su madre ―se preocupó el Duque después de unos minutos de búsqueda por el salón―. Además, debo pedir disculpas, ya que la siguiente pieza ha sido reservada por lady Nowells.

―Oh, por favor, Lord Doncaster, mi madre probablemente haya salido a tomar el aire en las terrazas con alguna de sus amigas. No tiene por qué preocuparse por mí; esperaré aquí hasta que ella me encuentre, lo cual estoy segura ocurrirá en breve. Por favor, no haga esperar a lady Nowells ―respondió Cassandra con amabilidad y una sonrisa, instándolo a continuar con su compromiso de baile. El Duque asintió y ella hizo una reverencia. 

«¿Dónde estaba su madre?» Era la segunda vez que desaparecía esa noche. Ah, pero Cassandra era incapaz de enfadarse con la Marquesa de Bristol. No le tocaba bailar hasta algunas piezas después, así que se quedó quieta en el mismo lugar en el que el Duque de Doncaster la había dejado, justo al lado de una columna de estilo romano que decoraba la estancia. Pero apenas pudo concentrarse en observar a las parejas danzantes o en la melodía que la orquesta tocaba.

El príncipe George no dejaba de observarla. Aunque el fervor inicial de las madres y debutantes había disminuido, el "príncipe altanero" seguía rodeado por un nutrido grupo de mujeres, y ahora incluso había caballeros que intentaban aproximarse a su majestuosidad. Cassandra no pudo evitar sentir un fugaz y pequeño sentimiento de compasión por aquel hombre que solo era reconocido por su título. Si el príncipe George no fuera quien era, probablemente nadie mostraría interés en él.

Desafiantemente, osó mirarlo directamente a los ojos, desde su rincón al lado de la columna, sosteniendo uno de esos escrutinios que él le dirigía de manera continua. Volver a encontrarse con esa mirada metálica, dura y fría, no resultó sencillo. Sin embargo, si él esperaba que ella se sometiera, no iba a concedérselo. Había soportado suficiente su desdén al ser presentada ante él. Si ahora deseaba juzgarla desde su destacada posición en el salón, donde todos lo agasajaban a pesar de su mirada de desagradado hacia sus acompañantes, entonces tendría que hacerlo encarándola a los ojos. 

Y sí, quizás no era la decisión más sensata ni la más obediente de su parte. Sin embargo, tampoco estaba dispuesta a permitir que alguien la insultara de manera constante, aunque solo fuera a través de la mirada. Y no, nunca se habría imaginado que ella sería capaz de desafiar al mismísimo príncipe de Inglaterra, el Duque de Cambridge, voluntariamente. Y dos veces. Sin embargo, estaba empezando a darse cuenta de que había algo en ella, una chispa innata, tal vez un orgullo inmerecido o una rebeldía injustificada que la empujaba a ir en contra de todo lo que se esperaba de ella. 

Además, en aquel momento el ambiente del salón se había vuelto considerablemente más relajado. La mayoría de los presentes estaban ocupados con sus tarjetas de baile o conversando con otras personas, por lo que nadie estaba prestándole atención a ella. Y no era que quisiera desafiarlo por desafiar, sino que simplemente ansiaba que dejara de mirarla. 

Solo quería decirle: «Deje de juzgarme de una vez». Y sin vacilar, mantuvo su mirada frente a ese hombre exasperante, mostrándole una expresión poco amigable. Al fin y al cabo, ¿qué haría él si decidía mirarlo a los ojos con un poco menos de sumisión que el resto de los mortales? No podría encarcelarla por eso. 

Sus pies, manos y su cuerpo entero comenzaron a temblar de manera descontrolada cuando se dio cuenta de que el príncipe George no tenía la menor intención de apartar su mirada. A pesar de que él estaba involucrado en una conversación cuidadosamente disfrazada con otro caballero, que les daba la oportunidad de ocultar su pequeña batalla visual, era evidente que él tenía algún tipo de interés en demostrarle a ella que estaba por encima o que esperaba que se mostrara sometida a su presencia.

Entonces, Su Alteza Real dio un paso más allá: frunció ligeramente el ceño y tensó la mandíbula. ¡Vaya, eso habría asustado a la gran mayoría de los insectos que pululaban a su alrededor! Pero no a ella; era joven, pero no carecía de audacia ni de ironía. Cassandra estaba descubriendo su propia naturaleza en ese duelo de miradas y no sabía si complacerse o asustarse por esa vivacidad tan impropia de una dama de su estatus. Debería mirar al suelo a ese punto, fingir un rubor y esconderse en otro rincón del salón de baile de Almack's. 

No tenía la más mínima intención de hacerlo, y ni siquiera necesitaba fingir un rubor, ya que en ese punto estaba completamente enrojecida. Además, su respiración iba en aumento. No sabía qué la perturbaba más: si desafiar al príncipe o descubrir su propia esencia en ese enfrentamiento.

―¡Cassandra! 

Con un respingo, se giró hacia su madre. ―Mamá... ―dijo ella, con voz aguda. 

―¡Cassandra Colligan! ―añadió en un susurro su madre y un gesto severo―. Creo que es la hora de tu contradanza. 

―Oh, sí, por supuesto ―se recompuso Cassandra, mirando hacia el Conde de Derby. 

Colocó su mano enguantada sobre la del Conde de Derby e hizo un esfuerzo por apartar al príncipe de sus pensamientos durante el resto de la noche. Se propuso bailar con todos los caballeros que se lo pidieran y obedecer a su madre en todo momento. Por supuesto, no se libró de otro de los sermones de su madre más tarde, en el carruaje, sobre la importancia de no mostrarse impertinente ante un hombre de alto rango. Un sermón que ella escuchó con atención e intentó interiorizar sin demasiado éxito. 

Las guerras anglo-chinas eran una innegable realidad. Desde 1839, Inglaterra y China se encontraban en un conflicto debido al opio. Aunque George William Frederick Charles, príncipe de Inglaterra, Duque de Cambridge, Conde de Tipperary y Barón de Culloden, no tenía el menor interés en esa droga, sí sentía una profunda inclinación por servir a su país. Nacido en Cambridge House, Alemania, como hijo del príncipe Adolfo de Cambridge y la princesa de Hesse-Kassel, y nieto del rey George III y la reina Carlota, había ascendido a coronel en el ejército británico.

A pesar de su reputación de rígido tradicionalista, el príncipe George había accedido a tomarse un descanso de la guerra para estar presente en la boda de su hermana, la princesa Augusta de Cambridge con el rey Federico Guillermo de Mecklemburgo-Strelitz. Terminar en Almack's, sin embargo, había sido una desgracia que no había previsto en su estricta agenda. 

Había sido culpa de su mejor amigo, el hijo de la Marquesa de Londonderry, que se encontrara en ese ambiente saturado de buscadoras de fortuna y de casamenteras. Resultaba que su amigo estaba tratando de persuadir a su madre para que le permitiera permanecer soltero un par de años más, y una de las estrategias para ello era demostrar lo bien relacionado que estaba al traer al príncipe, a él, a Almack's, el lugar que su madre presidía.

No sabía con precisión cómo había caído en la trampa de Lord Londonderry; tal vez había sido por la compañía que compartieron durante la guerra y por el hecho de que Lord Londonderry era su teniente coronel, un rango inferior al suyo, pero un militar que había arriesgado su vida miles de veces al lado de la suya propia en el campo de batalla. ―Estaban al corriente de mi llegada a la fiesta ―comentó George, sin una pizca de expresión en su rostro, hacia Lord Londonderry, Archie, al entrar en el salón de Almack's y ver a todas esas caras de expectación sobre él. 

―Me lo debe, coronel ―bromeó Archie―. Por lo de Cantón. Yo estuve dispuesto a morir por usted ese día, ahora usted haga lo mismo por dos años más de mi preciada soltería. 

En Cantón, George libró una de sus batallas más cruciales contra los chinos. En un cálculo erróneo, envió a Archie con cien soldados a uno de los frentes que estaba siendo atacado por mil soldados chinos. Archie realizó proezas ese día para sobrevivir y logró traer de vuelta a sesenta hombres con vida. Desde entonces, George se había preocupado profundamente para no volver cometer errores estratégicos, de ningún tipo: ni profesional ni personal. Sin embargo, Archie parecía empeñado en enfrentar una batalla casi imposible en Almack's. La diferencia era que el salón estaba lleno de debutantes y mujeres deseosas de casar a sus hijas, así como de caballeros que se creían importantes sin merecerlo. A ninguno de ellos, por supuesto, no podía apuntarle con un arma. Esa guerra debía librarse con palabras, de las cuales él era parco.

Ni siquiera llevaba su traje miliar. Había supuesto que él y Archie, aprovechando sus días de descanso, terminarían en algún club esa noche. Así que lucía su traje más sencillo: una chaqueta, confeccionada con exquisita precisión, un chaleco de raso, en perfecta armonía con el tono crema del traje, una pañoleta blanca y unos pantalones, ajustados pero cómodos, que caían con elegancia hasta llegar a sus impecables zapatos de charol negro. 

Resultó igual de absurdo que embarazoso ver cómo todos lo recibían como si fuera el mismísimo rey, pero lo que le resultó aún más incómodo fue ser objeto de la risa desenfadada de una jovencita. Curiosamente, parecía ser la única que compartía su percepción sobre la situación: ridícula. Sin embargo, a diferencia de ella, él no tenía la libertad de mostrarlo abiertamente. Claro que le gustaría ir por la vida riéndose de todo cuanto consideraba estúpido. Pero George era un representante de la casa real y eso conllevaba ciertas obligaciones, como las de no demostrar sus sentimientos. Ah, pero esa jovencita, al lado de la ventana, era un libro abierto de sentimientos con los ojos húmedos, la sonrisa tensa y las mejillas sonrojadas. 

Para complicar aún más las cosas, y para complicarlas de sobremanera, la jovencita se quedó quieta, observándolo directamente con una mezcla de audacia e inocencia que él jamás había encontrado en otra persona, y que lo irritó mucho.

Más tarde, y cuando pensó que las cosas iban a enderezarse, la situación no pudo empeorar más cuando la señora de Devonshire trajo consigo a la Marquesa de Bristol y a su hija: "la jovencita de la risa impertinente". Sin querer, puso su mirada sobre ella mucho antes de que se la presentaran. Algo imperdonable.

Tampoco ayudaba mucho que el vestido de lady Cassandra (tal y como se la habían presentado), fuera de una muselina blanca muy fina, que se amoldaba a su cuerpo en las partes que sería mejor que no se amoldara para el bien de los hombres inocentes. La muchacha parecía desnuda para cualquiera que la viera a diez kilómetros. Y él estaba muy cerca. 

Si la intención de su madre  al ponerle ese vestido había sido el de darle un aire etéreo y volátil de inocencia, no lo había logrado. O sí, porque lady Cassandra pareció completamente inocente y ajena a sus encantos en cuanto le hizo una perfecta reverencia, haciendo que su pecho, marcado por el corsé, cayera hacia delante y sus caderas se apretaran más contra la tela. ¡Por Dios Misericordioso!

El hecho de devorarla con la mirada, le molestó todavía más. Y, mientras sus ojos se la comían, su mente se convirtió en un hervidero de pensamientos lascivos. Detestaba ese comportamiento típicamente masculino. Y le molestaba ella especialmente por provocarle esas sensaciones. Siempre se había enorgullecido, a pesar de la mala fama de los príncipes de Inglaterra, de tratar a las damas con el más absoluto respeto. 

Deseó que el rostro de lady Cassandra, al menos, fuera poco agradable o corriente. Un pensamiento indigno de su parte, por supuesto. No obstante, nada más lejos de la realidad. Cassandra tenía unos ojos preciosos y un rostro todavía más perfecto, sin duda, heredado de su madre, la Marquesa de Bristol quien, a pesar de su edad, era hermosa. 

Ah, pero no era su bello rostro, ni el color azul de sus ojos, ni la sensualidad de su cuerpo. Era ese brillo especial en su mirada, ese descaro que todavía ni ella misma sabía que tenía. 

Lo máximo que pudo hacer, desesperado, fue inclinar su cabeza en respuesta. Fue incapaz de articular palabra, temió que si lo hacía su voz sonara grave y demasiado peligrosa. 

―Preciosa ―murmuró Archie en voz baja, tomando a George por sorpresa al verlo tan absorto en su contemplación. Después de haber sido presentados y de que ella se alejara de él, no había podido dejar de mirarla. Viéndose estúpidamente atraído. 

―No sé de qué me habla, Teniente Coronel ―replicó George, fulminándolo con la mirada. 

―Oh, disculpe, Coronel ―lo imitó Archie con una sonrisa socarrona―. Por un momento he pensado que, por fin, alguien había logrado cruzar su corazón de metal. 

―Sigo sin comprenderlo, Teniente Coronel ―se enfadó un poco más George, llevándose una copa de brandy a los labios mientras se esforzaba por mirar a cualquier otra cosa o persona que no fuera ella. 

―Excelente, Coronel, si usted no ha puesto su atención en ella, eso me deja la puerta abierta a mí para aproximarme a lady Cassandra ―respondió Archie con un destello de humor en su tono―. Quizás debería pedirle un baile. Intuyo que debe de oler a delicias, a carne fresca recién salida del horno...

―Mucho me temo que debo pedirte que muestres más respeto hacia la dama en cuestión, Archie. 

―¡Oh, con que ahora vuelvo a ser Archie! Pensaba que no tenías ningún interés en ella. 

―Y no lo tengo ―dijo George, dejando el vaso de brandy vacío sobre una bandeja mientras alzaba su mentón puntiagudo―. Es bonita, sí, pero no lo suficiente como para tentarme. Además, es demasiado joven. 

―Su primer año en sociedad, ¿verdad? Supongo que tendrá... ¿diecisiete, tal vez? Tiene unas formas encantadoras, pero su piel es tan suave y pálida que no me atrevería a asegurar que llega a los dieciocho ―dijo Archie, estudiando a lady Cassandra desde la lejanía.

―Como he dicho, demasiado joven. 

Archie pareció dejar atrás el asunto en cuanto surgió otro tema de conversación entre ellos. Sin embargo, para George, la desgraciada noche aún no había llegado a su fin. Al relajarse un poco después de que Archie cambiara el tema, se topó de nuevo con Cassandra. Desde la otra esquina del salón, junto a una columna que parecía destacarla aún más, lo estaba mirando fijamente. 

¡Maldita fuera su estampa!, pero qué guapa era. 

Frunció el ceño en un intento de asustarla, pero ella permaneció atrevida, desafiante; nerviosa, inocente, pero con ganas de retarlo a una batalla visual. Alguien debería ponerle las cosas claras y enseñarle cómo debía de comportarse. 

La belleza no excusaba la falta de decoro. Estaba totalmente disgustado por el comportamiento de la dama, debería respetarlo por ser el príncipe de Inglaterra, un Coronel y, sobre todo, un hombre. Mucho mayor que ella, además. Claro que, debía reconocer, que si no fuera tan hermosa ya habría emitido algún tipo de juicio sobre ella a la Marquesa de Londonderry. Algo del estilo: «¿esa joven tiene la edad suficiente para entrar en un sitio como Almack's?». No, eso habría sido demasiado deshonroso incluso si ella fuera fea. 

Oh, ¿y por qué diantres llevaba todo su pelo recogido en un moño tirante de vieja? No, no debería molestarse por no verla con el pelo suelto, colgándole sobre sus hombros femeninos y cayéndole hasta la cintura en forma de manto negro. No, en absoluto: debía de estar agradecido de que su doncella, probablemente, fuera la única que no supiera que el mayor encanto de lady Cassandra era su pelo negro. 

Sintió un profundo alivio cuando la Marquesa de Bristol, madre de la "joven impertinente" intervino y lady Cassandra desapareció de su campo visual de una vez por todas. Ojalá no volviera a verla en la vida. 

"...Lo apodaban el 'Príncipe de Bronce'. Y yo, apenas era una debutante con ninguna experiencia de la vida. Éramos completamente opuestos, sin relación alguna. Deberíamos habernos pasado por alto mutuamente como lo hacen tantos hombres y mujeres al cruzarse, simplemente sin que nada llame su atención. Pero hubo algo, una atracción inexplicable que, sin necesidad de hablar, lo dijo todo..."


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