2. La olvidada ©

De euge_books

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ATENCIÓN: NO LEER SI NO LEYERON LA EXTRAÑA. ESTA ES LA CONTINUACIÓN. Han pasado cinco años desde la muerte de... Mais

Antes de leer
Prefacio: Correr o morir
Estallido
Días oscuros
Tormento
Eliminación
La estación olvidada
Rescate
Viaje
La llegada
Secretos
Bomba de información
Advertencias
Compañía
Un pequeño avance
Suposiciones peligrosas
Enemigo a salvo
Introducción a la milicia
Entrenamiento oficial
Pocas pistas

El esperado encuentro

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10 de febrero de 2028

Tessa

La mañana estaba fría y un viento helado levantaba la tierra seca que se metía en nuestros ojos. Maldije cuando una basurita se incrustó en mi ojo derecho, dificultándome la vista de la mirilla del arma. Alex se rio por lo bajo y se recompuso enseguida, buscando un blanco.

Estábamos en Irlanda del Norte, habíamos recibido un informe sobre nuevos ataques en una de las zonas más ocultas y peligrosas de la ciudad. La SHN que se había instalado allí estaba preocupada. El sistema había detectado a un grupo de H.A.V. vagabundeando por el exterior. No habían tocado el manto protector, ya debían saber lo que les haría si lo hacían, pero se quedaron mirando el perímetro como si lo estuvieran evaluando.

Cada vez me desconcertaba más sus modus operandi.

Sabía que, con la muerte de mi padre, la mayoría de los dispositivos habían sido desactivados. Por desgracia, no pudimos extraerlos, ya que era demasiado riesgoso. Me tranquilizaba que la conexión estuviera muerta, pero eso no parecía aplicar para todos. En lo más hondo de mi corazón, la alerta de Celebron permanecía latente. Podría haber heredado de mi padre lo que fuera que seguía controlando a los H.A.V., un arma, un control, lo que sea. Él era el único que podía estar detrás de todo esto.

En cuanto al resto del mundo comprende, las SHN se encargaron de desterrar a la plaga de sus países. No sabía bien el alcance que tendrían, si seguían teniendo problemas con nuestros enemigos eternos. Nuestros servicios se extendían a una buena parte de Europa y América del Sur. Por lo que entendía, Asia y África ya eran continentes perdidos. Lo habíamos comprobado y sí, la SHN que se instaló allí no había durado más de un año.

Despabilé mi cabeza y continué avanzando por la calle. Estaba vacía, como casi todas las demás. El escenario era el mismo. Fuera de la protección de las SHN, todo seguía igual de pútrido, abandonado y seco.

Escuchamos un ruido, una sombra se movió detrás de un bloque de edificios, y salí corriendo hacia allá. Mi equipo me siguió de cerca, algunos clavando la rodilla en el concreto con la protección de paredes o autos y disparando a los experimentos que habíamos encontrado. Se veían felices por nuestro hallazgo, casi como si nos hubieran estado esperando. Le disparé a una en la pierna y cayó hacia adelante. El sonido que hizo su cara cuando se estrelló contra el suelo me alertó de que su nariz y mandíbula se habían roto. Los otros dos que la acompañaban corrieron con la misma suerte. Kara efectuó un tiro de gracia y la bala atravesó el cráneo del más grande. Se tambaleó unos segundos y cayó al suelo con un fuerte estruendo.

Le choqué los cinco a mi amiga. Si bien habíamos eliminado a uno, todavía quedaban dos aptos para interrogación.

Me bajé la bufanda negra que cubría mi boca y avancé entre los escombros hasta pisar el tobillo de la muchacha, que intentaba escapar. Sus ojos brillaron con ira cuando la di vuelta y clavé el cañón del arma sobre su corazón. Sonreí, victoriosa.

―¿Cómo te llamas? O, mejor dicho, ¿cómo te llaman? ―le pregunté.

―Eso no te importa, estúpida.

Chasqueé la lengua y negué con la cabeza. Recorrí el cargador y escuché el caer de la bala en el suelo, reemplazándola por una nueva lista para salir. Debió ver que estaba dispuesta a matarla, pues tragó con fuerza y respondió al instante cuando repetí la pregunta.

―Vianca.

―Dinos para quién trabajas ―interrumpió mi novio. Evité hacerlo a un lado y continué fulminando a la prisionera con la mirada―. ¿Se hace llamar C, acaso?

Un destello de reconocimiento pasó por sus ojos celestes, su boca se abrió en una pequeña o, balbuceando algo inteligible, y luego sonrió maquiavélicamente.

―No conozco a ningún C.

Suspiré pesadamente y me arrodillé hasta quedar en su altura. Dejé que viera el cambio en mis globos oculares, de la miel al rojo vivo, y su cara se transformó. Sus pies estribaron en las pequeñas piedras para alejarse de mí todo lo posible, pero la sujeté con fuerza. La obligué a mirarme, a memorizar mi rostro en su mente porque era lo último que vería antes de que mis hombres se la llevaran. Con el correcto procedimiento, volvería a ser lo que alguna vez fue: una adolescente normal con aspiraciones a futuro.

Nos quedaban algunas municiones de antídoto en el laboratorio. Aunque escasas, seguían siendo efectivas. No volví a arriesgar mi vida, tenía claro que no lo soportaría otra vez y Alex se negó terminantemente ante mi propuesta. Si la primera vez casi moría, estaba cien por ciento segura de que ahora el daño sería permanente.

Despabilé cuando vi que Carter arrastraba al otro experimento por los pies. Kara lo ayudaba, sosteniendo el talón derecho. El hombre ya estaba inconsciente, lo cual facilitaría la llegada al jet. Lo habíamos conseguido gracias a la alcaldesa, quien ya iba rumbo a convertirse en presidente, que mandó a construir específicamente para nosotros. Era hora de que nuestro ejército tuviera uno.

Miré en todas direcciones, sin bajar mi guardia y agudizando el oído. Sabía de buena fe que nunca debía distraerme, por más ínfimo que fuera el momento, porque podrían atacarme por la espalda. Una vez que estuve segura de que teníamos cubierto el asunto, di media vuelta y sujeté el cadáver por las muñecas. Por lo menos, le daríamos un entierro digno. Ahora, tantos años después, se me retorcía el estómago de pensar en la pila de extremidades ubicada a las afueras de la ciudad de Los Ángeles, mi antiguo hogar y el sitio donde había aprendido a valerme por mí misma. Mi sangre y mi esfuerzo habían marcado el lugar, pero no había vuelto desde que me había unido al ejército. Me entraban mareos de solo pensarlo. Mis amigos habían respetado mi decisión, después de todo era la Comandante, y los había enviado de vez en cuando a patrullar por esos lares mientras yo me dirigía a otras provincias.

Hasta ahora, cruzar el mar fue una de nuestras mejores hazañas. Las misiones extranjeras siempre eran de las más divertidas. Disfrutaba volar con Carter como piloto y con las bromas de Kara taladrando mi oído. Era una buena forma de relajarse antes del trabajo. Al equipo se había unido Curtis, el chico que había perdido a su hermana cuando descubrían el campo de armas. La pobre había sido atravesada por uno de los muros, en aquel entonces descuidado. Era un muchacho serio y centrado, pero sabía divertirse.

Estaba feliz de tenerlos conmigo. No sé qué habría sido de mí sin ellos.

Nos subimos a la camioneta blindada y pusimos rumbo a la SHN, donde habíamos dejado todo nuestro equipaje. El Dirigente de ese lugar se llamaba Chuck Morrison, se me hacía de lo más gracioso que sonara similar al actor de cine. Incluso eran parecidos. Era un hombre severo, no le temblaba la mano cuando de matar se trataba, y cuidaba bien de la población. Era responsable y cauto, no se podía pedir menos.

Estaba aguardándonos en la entrada de la imponente ciudad, retorciendo los dedos en su vientre. Vi el alivio surcar su rostro arrugado para después dar paso a la inexpresividad. Otra de sus cualidades era la máscara que se ponía cada vez que no quería mostrar emociones, lo cual era casi siempre.

Un área del protector azul se abrió para darnos paso. Las partículas de luz bailaron en el parabrisas e iluminaron el interior tenuemente antes de cerrarse detrás. Antes, cuando recién comenzaba la Reconstrucción, los soldados se negaban a aceptar mi rango. Había ascendido como Comandante recientemente, pero era oficial, y rechazar así a alguien superior era motivo de castigo. Lo conversé con sus mandatarios, dijeron que serían debidamente regañados y cumplirían lo que se les ordenara. Supongo que no debió ser lindo trapear el piso al estilo Cenicienta. Un año transcurrió hasta que se aceptó mi licencia, y una de mis descabelladas ideas para aumentar la seguridad de la Armada.

Esa tuvo más trabajo, después de todo, estaban aterrados de que saliera mal. Yo estaba convencida de que estaba haciendo lo correcto y lo demostré con acciones. Demasiadas, a decir verdad, todas igual de efectivas, y probé que tenía razón.

Presioné el freno frente a la cabina de control y enseñé mi credencial. Era un objeto divino para todo el que la mirara, de vez en cuando se me acercaban niños con fotografías mías pidiéndome que las autografiara. Me daba ternura y un anhelo inmenso, pues cada vez que los veía alejarse agitando orgullosos su nuevo objeto preciado, me recordaba que no podía concebir. Sí, el doctor Blancher había establecido que era infértil. No supe cómo tomármelo, tampoco la idea de ser madre había cruzado por mi mente hasta ese momento, pero había dado por sentado que, en algún punto, mini Tessas o mini Alex correrían por el campo tratando de atrapar a Kara. Ella era tan maternal que me preocupaba la idea de que tuviera un niño con Carter y, dadas las circunstancias... No soportaría ver a mi amiga en ese estado. Viéndolo de esa manera, era un peso menos para mí no poder tener hijos.

Saludé al hombre con una inclinación de la cabeza. Se acariciaba la barba de tres días con la mano, como si estuviera pensando o analizando algo.

―Tenemos a los experimentos, señor. Solicito permiso para ingresar al laboratorio ―dije con voz autoritaria. Me pareció que se encogía un poco ante mi tono, pero supo disimularlo a la perfección.

―Permiso concedido. Permítame acompañarla.

Se subió a su auto y nos guio por las calles. La gente aplaudía nuestro triunfo, pero yo miré fijamente el camino por el que íbamos. La bilis amenazó con subir por mi garganta e hice mi mayor esfuerzo por ocultarlo. No quería preocupar a nadie. Lo cierto era que me enfurecía que vieran a los experimentos como objetos. Era de público conocimiento que eran manipulados por externos, incluso estaban interesados en saber cómo los ayudábamos. Sin embargo, continuaban abucheándolos mientras pasábamos. Menudo par de hipócritas.

Tenía que soportarlo, claro. Era una soldado respetable y lo mínimo que se esperaba de mí era la misma actitud para con los ciudadanos. Es solo que a veces era imposible obviar comentarios o miradas dirigidas a mi persona, aunque conmigo habían hecho una excepción, y otras más indirectas. El odio estaba allí, bajo la superficie. Desaparecía cuando los convertíamos de regreso a humanos, y ni eso les garantizaba el mismo trato que recibiría una persona normal.

Llegamos a las instalaciones en diez minutos. Se trataba de un edificio amplio, bastante alto, de unas quince plantas aproximadamente. Los vidrios platinados contrastaban con la elegancia de la construcción. Súper moderna y estilizada. Entramos por las puertas dobles con el logo del laboratorio: un semicírculo en forma de luna con laureles enreversados. Dentro, las batas blancas y las camisas a cuadros abundaban. Muchas aún agujereadas por el desuso, pues no hacía tanto habían comenzado a funcionar las grandes industrias. Las mujeres caminaban de aquí para allá, algunas con gafas protectoras y otras vestidas de manera más formal, desperdigando papeles por doquier. Una de ellas casi me llevó puesta y bajó la mirada compungida cuando notó quién era yo.

Morrison nos llevó hasta el elevador y apretó el piso doce. Nos recibió una mujer educada que se presentó como Esther y nos condujo hasta el sitio donde nos esperaba Rowan Blancher. Lo saludé con un abrazo, era fraternal y todo lo que necesitaba. Adonde íbamos nosotros, él nos seguía.

―¿Dónde están?

―Ya están listos.

Sacó una maleta gris de un congelador a su derecha y, al abrirla, descubrimos tres tubos de ensayo llenos de líquido verdoso. Los agujeros vacíos me saludaron. Me recordaba a todas las vidas que había salvado, de todos los hombres y mujeres que había rescatado del control mental que mi padre había creado y que alguien más había sus riendas. Observé atentamente mientras introducía una jeringa larga y extraía dos dosis completas. Pronto, ya solo quedaban dos tubos.

Colocaron a los prisioneros sobre la mesa, sujetándolos instantáneamente con pulseras de acero. La mujer se retorcía y levantaba las caderas, presa de la desesperación. Me enseñó los dientes y por poco creí que le sacaría un dedo a Rowan. Hubo que activar la cabecera, que la mantenía en su lugar, y el de la cadera. De esa manera estaba completamente maniatada. No sería por mucho, pronto el suero haría efecto y volvería a la normalidad.

La aguja se hundió en su pecho y ella gritó. Fui testigo de cómo el brillo de sus ojos se apagaba y el filo de las uñas desaparecía. Dejó de arañar la mesa cuando se desmayó. El muchacho fue más fácil. Parecía sumido en un sueño profundo, pero de igual forma hubo que sujetarlo por las dudas. Cuando despertaran, no quedaría rastro de los experimentos que alguna vez fueron.

Los destinaron a unas habitaciones al final del pasillo este. Los recostaron en las camas y les dieron ropa limpia. Estarían a salvo.

Me reuní con Morrison en su oficina, en la zona central. Era propietario de un bonito pent-house y me recibió sin mucho entusiasmo. Alex me había acompañado y estudiaba su alrededor con cautela.

―Bienvenida, Comandante Blandenwell. He oído que el procedimiento ha dado frutos. ―dijo, dando una palmada al aire. Asentí una sola vez―. Eso es extraordinario. Realmente beneficioso. Por supuesto, pueden quedarse aquí y los instruiremos en todo lo que se han perdido. Pasar tiempo siendo otra persona y poner los pies en la tierra de nuevo debe ser mortificante.

―No es de las mejores experiencias, se lo aseguro ―murmuré. No lo había experimentado, pero lo anhelaba con todas mis fuerzas. Al ser una H.A.V. de primera generación, la cura no funcionaba conmigo. Yo la hacía.

―Si mal no recuerdo, debe entregarme sus expedientes.

―Aquí los tengo.

Saqué dos carpetas de papel madera de mi mochila y se las entregué. Él las ojeó con lentitud. En la primera hoja aparecía la foto recién tomada de los chicos, apenas despertaron. Se llamaban Josie Bennet y Albert Cow. Tenían veinte y veintidós años, lo que significaba que los habían convertido cuando tenían apenas seis años. Habían sido de la segunda generación.

―Son muy jóvenes... ―dijo, apenado. Se pasó la mano por la barba, alisándola―. Seguramente les encontraremos trabajos dignos. Podrán vivir aquí hasta que puedan costear un piso.

Ese era otro tema que me preocupaba, y que había comentado recientemente con la alcaldesa. La sobrepoblación siempre formó parte de la existencia humana. Así se generó la pobreza, millones de niños pidiendo limosnas para comer un mísero sándwich. Personas sin trabajo que no son más que parias a quien las autoridades detestaban y reprimían sin razón. Parecía que por no tener dinero eran sinónimo de malas personas. Ahora se repetía. Las SHN eran limitadas. Si bien existían varias en diversos rincones del mundo, todas tenían un cupo de personas para llenar. Una de las sedes se había quedado sin espacio y habían sacrificado a un tercio de la población. Sabía que no tenía jurisdicción en esa área, pero tenía una voz. Casi grité cuando hallamos a un bebé muerto tirado en las rocas de una pendiente mientras perseguíamos a un hombre.

Ese era un tema para otra ocasión. Había otras cosas en las que debía enfocarme, como por ejemplo que había infinidad de personas perdidas en el mandato de Celebron. Quería ayudarlos a todos, pero no podría aunque quisiera. Sola no podría enfrentarme a otra intervención como la de hacía cinco años. Había una opción, y la única para mi desgracia. Tenía que encontrar a Iriana Rochester y Matthew Evans. Eran los únicos que encajaban en la ecuación y era posible que estuvieran muertos a esa altura. Habíamos llegado a un punto en el que debíamos buscar otras alternativas.

Salimos de allí y nos dirigimos sin decir palabra a la camioneta. Blancher ya estaba allí, aferrando un maletín de cuero que afirmaba tenía todas sus pertenencias valiosas. Subí en el lado del copiloto, Alex manejaba hasta el puerto. El resto estaba apretado atrás.

―¿Qué le dice un jaguar a otro jaguar? ―dijo Kara, quien estaba sentada en las piernas de Carter.

―¿Qué le dice?

Jaguar you.

No pude evitarlo y una pequeña carcajada nació en la base de mi garganta. Carter estalló en risas y Helena asomó desde el último asiento en la parte más pequeña del vehículo. Tenía el ceño fruncido y le tironeó del pelo a Kara.

―¿Por qué lo dices como si te estuvieras burlando de mí?

―Porque así suenas ―contestó la rubia.

Helena hizo una mueca ofendida y frunció los labios.

―Yo no hablo así. Mi inglés es muy bueno.

―Como digas, querida.

Helena era latina y tenía un acento bonito, aunque apenas se le notaba. Después de tanto tiempo en las afueras de su país, las raíces se habían borroneado un poco, pero allí seguían. Lo había descubierto hacía poco, durante una noche de rondas de tequila, y había sido desconcertante.

Llegamos al puerto donde descansaba el jet, sin embargo, algo me hizo darme vuelta en el último minuto. La máquina que me alertaba de H.A.V.s con sus marcas térmicas estaba pitando. No lo había hecho con los que habíamos capturado, y si lo hizo no lo había oído. Con la adrenalina del momento, se me habrá pasado chequearlo. Ahora parecía un terremoto en mis manos. Los dos puntos térmicos palpitaban, a varios kilómetros de distancia, en otro país, no tan lejos de allí. Mi corazón se saltó un latido y un presentimiento me recorrió de pies a cabeza.

Alex me llamó, pero yo hice oídos sordos. Caminé hacia el otro lado. Había un ferry partiendo rumbo a Reino Unido, seguramente personas que no habían sido aceptadas en la SHN de Irlanda y probaban suerte en alguna de las siete que se ubicaban en el país vecino, antes de que se murieran de hambre. No lo dudé, fui directa hacia allá, pero Kara tomó mi muñeca antes de tiempo.

―¿Qué demonios estás haciendo?

―Yo...

―Por Dios, por poco te caes al agua.

Miré hacia abajo y comprobé que tenía razón. Diablos, los años no me quitaban lo torpe.

―Mira esto ―le señalé el aparato y lo estudió detenidamente.

Hizo una mueca y siguió la línea de mis ojos hasta las últimas personas que abordaban el ferry. Luego abrió los bolsillos de sus pantalones y sacó un manojo de billetes.

―Bueno, si vas a cometer una locura, lo haremos juntas ―selló.

Amaba a esa mujer.

Tomamos armamento ante nuestros novios incrédulos y nos calzamos un chaleco antibalas. Me subí la bufanda para cubrirme del frío y me calcé el arco en la espalda junto a mi confiable aljaba. Automáticamente y sin preguntar, los demás me siguieron. Dejé órdenes explícitas de que Helena, Tania y Curtis se quedaran en el avión, por si había que moverlo o no. Activaríamos los comunicadores por si acaso.

Nos subimos al ferry antes de que el marinero diera la señal para zarpar. Ojos curiosos nos repasaron, desde nuestros uniformes hasta nuestras armas. Algunas mujeres cubrieron a sus hijos con sus cuerpos y nos miraron con desafío. Otros simplemente ignoraron nuestra existencia y siguieron con lo suyo.

El pitido de la máquina se hacía más intenso conforme la embarcación cruzaba el tramo entre las naciones.

Cuando por fin pisamos suelo inglés, un respiro entrecortado me abandonó. Era demasiado grande, no sabríamos por dónde empezar. Pero ya estábamos aquí, y no era conocida por abandonar las misiones, menos las que yo misma me imponía. Yo encabezaba la marcha y Alex la cerraba. Cinco kilómetros nulos después, robamos un camión para llegar a la SHN más cercana. Si el GPS no se equivocaba, no era tan lejos. El motor estaba dañado por tantos años sin usar, se nos trabó a mitad de camino, pero podía atisbar en el horizonte la tenue luz del manto eléctrico azul.

―Estamos cerca ―avisé.

Llegamos a destino, pero aún parecía que no era el correcto. No podía haber H.A.V.s en una SHN a menos que fueran ingresados en un sistema universal, o fueran llevados contra su voluntad para torturarlos.

Nos detuvimos a dormir y a cenar, pues ya era muy tarde. Nos ofrecieron un hotel muy sencillo y bonito y nos despertamos a primera hora de la mañana. Pedí hablar con el Dirigente del sitio, quien me contó que quedaban algunos indigentes en las periferias. Sheffield, Bradford, Mánchester y Yorkshire del Este. Le agradecí y no perdí el tiempo en emprender camino, luego de un sustentable desayuno. Estaba determinada a ir uno por uno hasta encontrar lo que buscaba.

La primera estaba vacía. Habíamos encontrado varias casas con cadáveres, quizás usurpadores, ladrones o simples sobrevivientes que fueron atacados por H.A.V. Estaban tan delgados que habrían estado famélicos. No había signos de comida en las alacenas, se les debió acabar hacía tiempo y habían muerto de hambre. No hubo necesidad de buscar más allá de Bradford.

Nuestros pies nos llevaron hasta una vieja estación. Las enredaderas se aferraban a las puertas oxidadas y las ventanas ya habían sido sustituidas por el vacío. Anteriormente habían puesto cartón y madera. Preparé una flecha en el cuerpo del arco. La máquina había dejado de sonar. Allí estaban. ¿Quiénes? No lo sabía aún.

El piso descendía y el olor a desechos tóxicos llenaba el ambiente. Nuestras botas chapotearon en ese mar marrón hasta que dimos con otro pasillo. Si había alguien ahí, habíamos dado nuestra posición como verdaderos novatos.

―Libre ―dijo Kara, girando a la derecha.

―Libre ―siguió Carter, volteando hacia el otro lado.

Encontramos la cocina, donde había platos sucios. Recientemente habían sido usados, pero por alguna razón no los habían lavado. Esa era mi señal. Junté los dedos y les hice una seña hacia adelante. El pasillo se hacía cada vez más macabro y oscuro, ni una luz encendida, solo nos guiaban las linternas de nuestros fusiles. El ataque llegó en cuanto pisamos la enfermería. Fue silencioso, certero. Me golpearon la muñeca y me empujaron con una fuerza bestial contra una columna. Ésta se astilló por el peso de mi cuerpo. Me apoyé en ella para patear a quien sea que quisiera hacerme daño. Mis piernas eran poderosas, me había entrenado bien y el simple hecho de ser una H.A.V. me daba el privilegio de fuerza extra.

―Mierda ―escuché que murmuraba.

Sentí el filo de algo cortándome la pierna. Me tambaleé hacia un costado y rápidamente me apoyé en la otra para defenderme. Mi pie se estampó contra un abdomen firme y lo envió hasta la otra pared.

―¡Matt! ―exclamó la chica.

Todo se detuvo mientras algo hacía clic en mi interior. Ella, desconfiada, me clavó la hoja de su daga hasta el fondo en el hombro. Grité de dolor y eso alertó a mis amigos sobre mi ubicación. Corrieron con las armas listas, los cargadores llenándose de balas. Oí a Alex gritándome para saber si estaba bien, cuando descubrió mi estado comenzó a soltar toda clase de improperios y a amenazar de muerte a mis atacantes.

La luz iluminó a una chica unos años menor que yo, con el pelo pelirrojo sujeto en un moño desordenado. Los ojos verdes parpadeaban cegados por la intensidad, pero la reconocí. La había visto cuando era apenas una cría en los documentos del Hospital de Sheffield, ingresada para tratamiento quimioterápico.

―¡No disparen! ―ordené. Ellos se miraron confundidos y se bajaron las bufandas con lentitud―. No disparen.

Tuve que repetirlo tres veces más, pues auguraban que la herida de la katana me había hecho el suficiente daño para desangrarme.

―Chicos, basta. Estaré bien. Estos niños no son rivales para mí.

―¿Niños? ¿Acabas de llamarnos niños? Quién te crees, zorra ―bufó Iriana, que se retorcía en los brazos de Kara con las manos unidas hacia atrás. Mi querida rubia tuvo que apartarse hacia atrás varias veces para que no le diera un cabezazo. Alex y Carter sujetaban a Matthew, que se mostraba más tranquilo, aunque no dudaría en defenderse si así lo creyera necesario. Podía verlo en sus ojos.

―Salgamos. Voy a morirme con este hedor ―apostilló Carter.

Los guiamos a la salida, yo aún sostenía la katana contra mi hombro. Estaba clavada contra el hueso y me dificultaba quitármela yo sola. Mis extremidades estaban dormidas.

―Alex, sácame esto de una vez ―imploré cuando estuvimos fuera de la base.

Los chicos me miraban enojados. A la luz del día, lucían casi febriles. Tenían las mejillas rojas y estaban flacos hasta los huesos. Podría jurar que debajo de toda esa ropa había costillas sobresalidas y abdominales mal marcados. Estaban en la pura miseria y agradecí haberlos encontrado antes de que murieran. No por su participación en mi misión, eso lo explicaría en otra ocasión, pero si seguía en silencio, estaba segura de que clavarían otra cosa en mi cuello y ahí sí que ya no me salvaría.

El filo abandonó mi cuerpo y bajé mi camisa para ver la piel hilándose de nuevo en cuestión de segundos.

―¿Qué...? ¿Cómo?

Miré a Iriana mientras limpiaba la sangre residual de la superficie ya sana.

―Me llamo Tessa Blandenwell, y soy la Comandante del Ejército de Estados Unidos.

Wiii ya apareció Tess.

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