Las lecciones aprendidas de sus padres era lo único que no había olvidado. Seguían grabadas a fuego en su memoria.

Divisó el final del bosque y se detuvo derrapando sobre la nieve. Se dio la vuelta y esperó, con las garras listas y todo el cuerpo tenso, el pelo y el pelaje de sus colas y de sus orejas completamente erizado. Durante unos minutos no se oyó ningún sonido, más allá del ulular de un búho y del gemido del viento al rozar las hojas y las ramas de los árboles que lo rodeaban.

Pero entonces un aullido de triunfo sonó y el pánico intentó abrirse paso en su pequeño cuerpo. Se obligó a darse la vuelta y a respirar hondo, echando a correr nuevamente. Su perseguidor era incansable, pero él era más testarudo. No había sobrevividos los últimos cincuenta años para morir ahora a manos de algún animalucho enclenque que seguramente se movía más por la desesperación del hambre que por la fuerza de su cuerpo.

Llegó al borde mismo del bosque y vaciló. No quería abandonar la protección de la espesura, pero tampoco quería convertirse en comida. Asintió para sí mismo y dio un paso fuera, hacia el valle que se extendía ante él. La aldea humana estaba aún lejos. Era curioso: los humanos sentían miedo del bosque, pero tampoco querían estar muy lejos del mismo. Seguramente porque codiciaban los tesoros que este albergaba: madera, presas, hierbas curativas... Algunas veces, las menos, había visto a una hembra humana, siempre la misma, traspasar los límites del bosque para buscar hierbas y alimento.

Claro que él no se había acercado, pero la curiosidad a veces le podía, así que la había observado, bien escondido entre el follaje de los árboles y los arbustos. También había visto algún que otro humano derribar los árboles más próximos a la aldea, para hacerse con madera, seguramente. Aquellas acciones lo llenaban de resentimiento. El bosque no era propiedad de los humanos y estos actuaban como si lo fuera, como si no les importara dañarlo y dejar sin casa a todas las criaturas que habitaban en él.

Era por ellos que él lo había perdido todo. Fue por culpa de una partida de caza de humanos que su padre había muerto, intentando proteger el último bastión seguro que le quedaba a su familia. Luego, los humanos habían ido a buscarlos a él y a su madre, envalentonados por la reciente victoria ante el gigantesco zorro que los había enfrentado con la esperanza de amedrentarlos lo suficiente como para que nunca jamás volvieran a internarse en su bosque.

Su padre nunca hubiera dañado intencionadamente a alguien más débil que él. Era honorable y amable. Su madre, por el contario, embargada por la pena de haber perdido a su compañero, había hecho gala de toda su fuerza y agresividad, llevándose por delante a unos cuantos humanos. Él había conseguido escapar. No había querido hacerlo, había querido luchar a su lado, protegerla como su padre hubiese querido que hiciese, pero ella le había hecho prometer que huiría. Y él siempre cumplía sus promesas. Siempre.

Salió de sus recuerdos cuando un olor peculiar, aunque delicioso, llegó a sus fosas nasales. Casi sin pensarlo, lo siguió, incapaz de ignorar el hambre que acechaba en sus tripas, las cuales rugían audiblemente. Con cautela, poco a poco, sin hacer ni el más mínimo ruido, se aproximó adonde el olor parecía ser más fuerte. Se detuvo cuando se percató de que el mencionado aroma venía del pueblo de los humanos.

Dudó. Se había vuelto más rápido y hábil en aquellas últimas décadas, y fuerte, también. Lo sabía. Pero el temor a los humanos estaba bien arraigado en su interior. Sin embargo, su estómago rugió nuevamente, y decidió que bien valía la pena correr el riesgo si podía hacerse con algo de comida cocinada como Dios manda.

Avanzó paso a paso, amparado por la oscuridad de la noche y agradeciendo, por primera vez aquella luna, el ruido ensordecedor del viento. Ello le favorecería para hacerse con algunas de esas viandas que olían tan deliciosamente.

Un día de inviernoKde žijí příběhy. Začni objevovat