Ariadna

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Una alegre sinfonía brotaba de los enormes altavoces que teníamos instalados en la planta alta de la casa. La música barrió el silencio de la mañana como una ola que arrasa con las huellas en la arena de la orilla. Me desperté sobresaltado. Hacía mucho tiempo que en mi casa no se escuchaba una sola nota. Un año atrás, para ser más exacto.

El silencio se apoderó de los muros de mi casa el mismo día que falleció Ariadna, mi hermana pequeña. Un cruce de vías mal iluminado y un conductor con afición desmesurada al whiskey habían trastocado mi vida, y la de mi padre, por completo. Sólo un instante, eso es lo que había hecho falta: un instante para que todos los planes, las ilusiones y los sueños se esfumasen como una voluta de humo. Desde aquel día de otoño, el silencio se había convertido en el himno de mi familia. Tras la muerte de mi hermana, Roberto, mi padre, se sumió en un abismo de ensimismamiento. No era capaz de articular palabra, tampoco comía nada. Llegó un punto en que el médico del pueblo tuvo que proporcionarle suero y otras vitaminas, para evitar que su endeble cuerpo sucumbiese a la inanición. Mi padre, que había sido uno de los carpinteros más reputados de toda la región, se había convertido en uno de sus muñecos de madera; con ojos abiertos, pero vacíos y muertos, que miraban al infinito sin ver nada. En cuanto a mí, me refugié en mi trabajo en la biblioteca, combatiendo los embates de la tristeza con montañas de palabras que actuaban como un tapón, impidiendo que un temporal de desolación se desatase en mi mente.

Dos meses atrás, mi padre había abandonado su refugio en la habitación y, arrastrando los pies como si estuviese siendo manejado por un titiritero, se internó en el estudio que tenía en la buhardilla, donde llevaba a cabo sus trabajos sobre la madera. Desde ese día, pude escuchar los golpes del martillo, el sonido desgarrador de la sierra y la lija, que salían de la buhardilla noche y día, y pude percibir el intenso olor del barniz que se colaba bajo la rendija de la puerta. Sabía que mi padre se traía algo entre manos, pero ignoraba la naturaleza de su proyecto. Si hubiese sabido... si tan solo hubiese podido imaginarlo...

Me levanté de la cama extrañado, preguntándome qué habría podido motivar a mi padre para regalarme los oídos de aquella manera tan improvista. Bajé con paso lento y ceño fruncido al salón. Padre estaba sentado en el sillón que había frente a la mesa de caoba. Tenía el pelo alborotado, vestía una bata que lucía lamparones de barniz y manchas de serrín. Los ojos estaban abiertos en una expresión de sorpresa, surcados de sendas venillas rojas y subrayados por unas terribles ojeras, que delataban el estado de cansancio del hombre. En su rostro, una sonrisa, que al principio apaciguó mis nervios, pero después me fijé en su forma: era una sonrisa reservada para aquellos que hace tiempo que han dejado de vivir en nuestra realidad. A pesar de la inocente imagen que presenciaba, algo en mi interior no paraba de gritar que estaba pasando algo extraño. Antes de saludarle, seguí la trayectoria de su mirada. Entonces lo vi.

Una casa de madera, de casi un metro de altura, se alzaba sobre la superficie de la mesa. No era una casa cualquiera: era nuestra casa. La reconocí al instante por la cantidad de detalles que había en ella. Las tejas del tejado, los aleros cubriendo sutilmente las ventanas de la planta superior, las puertas delanteras y traseras. Padre se había preocupado incluso de que el postigo de la ventana de la cocina estuviese medio ladeado, como el de verdad. Mi cara debió dibujar una más que obvia expresión de asombro, porque en cuanto me vio, mi padre dijo.

-Observa hijo. Esta es..., es..., mi ópera prima.

Se levantó del sillón, aún con esa sonrisa que enarbolaba la locura en el rostro, se acercó a la casa y, sirviéndose de unas bisagras, la abrió de par en par.

Estaba todo. Absolutamente todo. El salón, con la chimenea, la mesa de caoba, los sillones y la poltrona; la despensa, que había adornado con unos estantes en miniatura; la biblioteca, que tenía diminutas cubiertas de libros amontonados unos sobre otros; la cocina, con el horno, la vitrocerámica y la mesa, incluso había puesto encima de ésta unos tarritos que simulaban azucareros, que contenían azúcar en forma de serrín; contemplé boquiabierto mi habitación, y la de mi padre, que incluían unas réplicas de madera de los habitantes... Entonces, sufrí una impresión tan grande que hizo que el mundo entero se tambalease durante un segundo; porque allí, al lado de mi habitación, había otra, la de mi difunta hermana, y dentro de la habitación, una figurilla que poseía sus mismos rasgos, su misma sonrisa angelical.

Fábulas desde el InfiernoWhere stories live. Discover now