Altar de huesos

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El calor era insoportable. La leve brisa que soplaba traía un ardiente fuego que apenas lo permitía respirar. El Sol hacía rato que se había colocado sobre su cabeza y no dejaba de atormentarlo con sus rayos. Por cada momento que pasaba, creía que terminaría por caer sobre la amarillenta arena. Deseaba rendirse, pero sabía que debía continuar. Tenía el presentimiento de que ya estaba muy cerca.

Se adentró en el desierto del Sahara para encontrarlo. Las leyendas decían que era imposible de hallar, pero él no cejaba en su empeño. Se guio del mapa que hallo en el ese mausoleo romano que exploró en Creta, se orientó con cada una de las runas que había talladas en ese vetusto templo vikingo en Noruega que investigó, interpretó cada pista con los jeroglíficos traducidos en esa pirámide negra que visitó en Egipto. Las pistas se hallaban dispersas, pero indicaban que este era el lugar.

Había visto varios espejismos en el horizonte. Oasis, caravanas de tuaregs, a su difunta esposa. Sabía que no eran más que ilusiones productos de su enajenada mente, aunque por momentos deseaba que fueran reales. Sobre todo ella, a quien echaba mucho de menos. Por eso estaba aquí. Solo así, podría recuperarla.

Siguió su lento avance, agonizando con cada paso que daba. Ansiaba desfallecer, rendirse de una vez por todas. Fueron días y noches de errático viaje que lo tenían agotado. Ya no podía más, pero la esperanza lo alimentaba para resistir aunque fuera un poco más. Sabía que era esclavo de sus propias desilusiones, pero era lo único que le quedaba. Entonces, al subir una empinada duna, mientras sus pies se hundían en la flamígera arena, fue cuando lo vio.

Quedó paralizado, incapaz de creer tanto lo que sus ojos contemplaban como por fin haberlo hallado. Allí estaba, el altar de huesos.

Sería imposible de describir la grotesca arquitectura que lo conformaba, pero si hubiera una sola forma de hacerlo, tal vez fuese como una gran caja conformada por un gran amasijo de calcáreos huesos desgastados. Había de todo. Fémures, tibias, falanges, costillas, cráneos, pelvis. Desde pequeños fragmentos a restos todavía unidos. Hombres y mujeres. Niños y ancianos. Cuerdos y locos, sobre todo locos. Allí se hallaban todos, mezclados y agrietados, devorados por el impasible tiempo que los consumía, pero no los hacía desaparecer.

Quedó sin palabras. Allí no había más. Ninguna otra ornamentación que indicas quien lo construyó o lo depositó allí. Ni columnas, obeliscos o murales. Parecía tan artificial, tan fuera de sitio, no obstante, era como si llevara allí desde siempre. La ansiedad lo aterraba. Pensó en no acercarse. Sabía que si lo hacía, algo terrible podría pasar. Fue cuando lo escuchó.

Un susurro, tan leve como enigmático. Súbitos escalofríos recorrieron su cuerpo cuando lo volvió a escuchar una y muchas veces. Venían del altar. Lo llamaba. Le pedía que se acercase. Empezó a caminar, sabedor del peligro que corría. Conocía lo que pasaría si se acercaba demasiado, era plenamente consciente, aunque entendía que era la única manera. Siguió adelante, pese a saber el horrible destino que le esperaba.

Ella apareció, vestida tal como lo hizo en su vida. De blanco, hermosa y pura. El viento la azotaba, dándole un toque más anhelante y lleno de deseo. Caminó más rápido, ansioso por volver a su lado, por reencontrarse con ella. Se suponía que esto era lo que le iban a dar, ¿no?

"Ven a mi", dijo aquella voz de forma audible.

La ilusión de su querida esposa se desvaneció y en su lugar, las vacías cuencas de un cráneo la sustituyeron. Miró a estas, tan inexpresivas, tan faltas de vida Y entonces, se volvieron negras.

Una sustancia ónice y gelatinosa comenzó a surgir de los huesos, de entre sus huecos. Comenzó a caer en finos hilos y a avanzar en un ennegrecido charco que empapó toda la arena. Él continuó su avance hasta llegar a aquella masa informe. Entonces, lo comenzaron a envolver.

Se pegaron en su piel, sobre su ropa. La que había en el suelo no tardó en devorar sus pies y subir por sus piernas. En un abrir y cerrar de ojos, todo el cuerpo del hombre quedó impregnado de la negruzca sustancia. Cubrió su cara, sus fosas nasales, sus ojos. El pánico lo envolvió, pero la atrayente voz lo siguió llamando. Así, el sacrifico tuvo lugar.

La masa negra comenzó a fluctuar en un leve movimiento que poco a poco se hizo más intenso. Con ese ir y venir, fue deconstruyendo al maltrecho hombre. Su piel fue arrancada a tiras. Su carne cortada en desiguales piezas. Los órganos arrancados sin orden ni concierto. Todo lo qu antes era él, dejó de existir y la masa tiró de este hacia el altar. Con fuerza, la sustancia se volvió a filtrar entre las piezas óseas que conformaban aquel macabro retablo y a medida que fueron desapareciendo, los huesos del explorador fueron lo único que quedó. Bien ensamblados, pasarían a ser otra parte más, otra de las múltiples que ya había antes.

De esa forma, el ritual de unión a Yurat Naggot concluía. Ahora él, junto a su amada esposa, formaban parte de la Divinidad sin forma como muchos otros fueron tiempo atrás y más vendrían después.

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⏰ Poslední aktualizace: Oct 31, 2018 ⏰

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