La mujer que nos seguía pasó de largo delante de nuestros ojos.

-¿Señorita?- le gritó débilmente al aire. Soltó un gruñido-: Ricachones malcriados- la ristra de maldiciones que le siguió se perdió cuando giró la esquina.

Jonathan me tapó la mano con la boca para que no me riera, hasta que se la aparté de un manotazo.

-¡Me estaba ahogando!

-No sabía lo linda que está cuando se irrita.

-¿Qué?

Sonrió.

-Nada- se encogió de hombros, levantándose. Se palmeó los pantalones y las mangas de la chaqueta para limpiarse. Me ofreció el brazo de nuevo en un ademán elegante. Se lo cogí recelosamente-. ¿Continuamos?

-¿Conoce el camino?

-Bueno- reconoció-. Voy recordándolo según avanzamos, al menos. Creo.

-Es usted un truhán embaucador, ¿lo sabía?

-Soy consciente de que es uno de mis mejores defectos.

Salimos de allí, para surgir directamente sobre el pequeño huerto que tenían. El empedrado se detenía abruptamente.

-Con cuidado- susurró, ayudándome a esquivar una calabaza aún verde.

Mis zapatos se hundían en el fango, y a pesar de mis intentos no pude evitar que mi falda se manchara de barro. Se dirigió hacia donde empezaba la maleza.

-Oh, por los Infiernos- me frené-. ¿Se puede saber a dónde me lleva?

-¿De qué se queja ahora? ¿No se lo pasa fantásticamente siempre que la invito?

-Tal vez finja mejor de lo que se cree- puse los ojos en blanco y le seguí.

-Ya lo creo que lo hace. Pero no cuando está conmigo; no lo niegue.

Nos detuvimos tan sólo a unos pasos de entrar en el bosque, frente una higuera gigante, robusta y majestuosa. Las ramas eran tan pesadas que se doblaban hasta casi rozar el suelo. Las hojas eran mucho más grandes que mi palma abierta. Levantó una de las ramas, y me indicó que pasara dentro.

Ahogué una exclamación de sorpresa. Debajo de la copa de la higuera había tanto espacio que podías caminar sin a penas agachar la cabeza. Las ramas nos hacían de pared y nos ocultaban del exterior. Era un lugar frío y húmedo y en sombra, pero unos rayos del sol consiguieron pasar aventurados entre las hojas y convirtieron la guarida en un lugar encantador. Llenaron el sitio de sombras y luces doradas y tintaron las hojas con tonos cálidos.

-¡Y voilà!- exclamó Jonathan abriendo los brazos-. He aquí mi refugio favorito.

Caminó galantemente hasta el tronco nudoso y abultado, y rebuscó en un hueco que formaban el origen de varias ramas. Sacó un colorido mantel y una pequeña cesta de mimbre.

-¡Por los Príncipes! ¡Lo tenías todo planeado!- dije riéndome por la sorpresa.

Parpadeó curioso al escuchar mi expresión, pero no preguntó.

Jonathan colocó el mantel con un movimiento fluido, y se sentó en una de sus esquinas. Dio unas palmadas para indicarme que me sentara a su lado, y sin esperar a que lo hiciera, comenzó a sacar lo que contenía la cesta. Un par de pequeños platos, y unas copas que apoyó precariamente sobre el suelo irregular. Galletitas saladas y dulces.

Me senté, intentando de todas las maneras hacerlo de forma cómoda con aquel gigantesco cancán. No lo conseguí, pero logré aparentarlo, al menos.

Ángeles en el infierno Where stories live. Discover now