VIII - El páramo de Roinn Pobail - parte II

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—No pensábamos hacerlo. —respondió Lucien y un puñado de lanzas con cuerdas se incrustaron en el cuello de aquella monstruosidad—. ¡Tiren! ¡Que no se mueva esa maldita! ¡Tiren más fuerte! —las cuerdas se tensaron, tanto que varias no tardaron en desprenderse con facilidad de la carne. Egger se soltó y terminó malherido en el suelo, con la mirada en la garganta de la criatura que desde su perspectiva, parecía aún más imponente. De repente, el grito de guerra de Lucien se expandió por todo el páramo —¡Disparen! —Entonces, el cielo se oscureció con una lluvia de flechas, lanzas y rocas que hicieron pedazos la garganta de aquella bestia, la cual, a los pocos segundos, se desplomó dejando un sonido seco y pesado que alcanzó a todos los presentes.

La nieve empezaba a sepultar los cuerpos de las decenas de personas que habían muerto ese día. Ronko se acercó a Egger y le extendió la mano.

—¿Aún puedes caminar? —preguntó el roinnasi

—Ni siquiera creo poder levantarme —respondió con media sonrisa Egger y sus ojos terminaron de cerrarse. Ronko mostró los colmillos y dejó escapar un gruñido apagado, levantó la pierna de su compañero agarrándola por la espinilla y recorrió, una vez más, con la mirada, el campo de batalla. Los Roinnasy, que se reunieron alrededor de la criatura para recuperar las armas y revisar el cuerpo, se encontraban atónitos.

—He sido guardián de la montaña desde mucho antes de la gran guerra y nunca había visto una bestia como esta. —dijo Lucien con voz llena de asombro.

Hakim se acercó a él, sacó un pequeño frasco de su riñonera de lona y se lo mostró. Dentro, una masa gelatinosa de carne y pelo parecía moverse por cuenta propia.

Lucien asintió con una expresión sombría en el rostro, como quien espera el veredicto de una ejecución.

—señor, con su permiso —Hakin hizo una breve reverencia y se dio la vuelta para marcharse. Entonces, advirtió a poca distancia, la presencia de Kol, quien cruzado de brazos miraba absorto la gran grieta que había dejado la criatura a su paso.

—vino de las montañas —se dijo Kol a sí mismo.

—De las cuevas —le respondió Hakin, acercándose a él

—Mi señor escrutador —Kol bajó la cabeza en una leve reverencia y prosiguió—. Las leyendas hablan de cosas misteriosas que viven debajo de las montañas.

—Las leyendas siempre tienen algo de verdad. Pero no estoy seguro que esto sea parte de una leyenda. ¿Ha visto bien la monstruosidad que tenemos detrás? Si le preguntara que tipo de animal podría ser, que me diría?

—Es una especie de gusano, claro está.

—Si no fuera por ese extraño pelaje y su tamaño descomunal, diría que es una larva de Aracnomelida, más conocida como gusano de las cavernas. No se que estará pasando sumo sacerdote, pero se avecinan tiempos oscuros.
—Siempre hemos estado en tiempos oscuros, mi señor escrutador. —respondió Kol, sombrío.
—No lo niego, sin embargo, hay que estar preparados. ¿Quiere saber lo que acabamos de verificar? La criatura aún está viva.

—¡No es cierto! —dijo Kol, con voz de asombro.
—Así es, pero eso no es todo, cuando estaba por tomar una muestra de su carne, noté que su piel se había puesto mucho más dura. Ni siquiera pudimos recuperar la mayoría de las lanzas, era imposible sacarlas.

Ronko arrastró a Egger hasta donde se encontraba Teru. La multitud que la rodeaba se dispersó al saber que no podía hacer nada para responder a sus ruegos. Con ella, solo quedó Lluvia, que la había ayudado a recostarse, esta vez a los escombros de una carreta y Morrigan, que permanecía de pie con los brazos cruzados y la mirada fría clavada en las piernas purulentas de la joven aprendiz de alterda.

—Mi misión en el mundo es dar vida, no quitarla. —dijo Teru en voz alta, al tiempo que ocultaba sus piernas con la túnica.

—¡Niña tonta!, ¿Acaso los muertos pueden cumplir las misiones de los vivos? —respondió Morrigan, la praeda de la gran bola de fuego que cocinó a la criatura, con el ceño fruncido.

—Unas simples llagas no la matarán, ¿o sí? —preguntó Lluvia, con una pincelada de duda en la voz.

—No sé en qué pensaba Kol cuando me pidió que fuera tu maestra.

—Yo nunca pedí una maestra y mucho menos a una praeda. —replicó Teru en voz baja. Sus palabras se llenaban, poco a poco, de una rabia que le era difícil contener.

—Como quieras, el veneno que ha entumecido tus piernas subirá hasta llegar a tu corazón en breve —respondió Morrigan, descansando el peso de su cuerpo en una pierna y una mano reposando en la correa con bolsillos para suministros que llevaba a la cintura.

Ronko miró a Lluvia y a Morrigan con esos ojos felinos qué no sabían mirar a medias tintas, luego, le hizo una pregunta directa a Teru.

—¿Por qué aún estás herida?

Lluvia lo interrumpió.

—¡Por necia! La praeda le ha mostrado un hechizo con el que podrá recuperarse por completo, pero se niega a hacerlo.
—¡Es un hechizo prohibido! —gritó Teru, con los puños cerrados a un centímetro de rascar las llagas, sumida en la desesperación.

—Prohibido según quién? —respondió Morrigan, altiva, impasible.
—¡Prohibido según yo! ¡Debo tomar la vida de tres caballos!. —Teru alzó la vista y se dirigió a Ronko. En su mirada la rabia se había diluído hasta convertirse en cansancio y unos ojos llenos de melancolía líquida. —Tu me recostaste sobre el vientre de Alston y él me protegió... Cuando lo llevaron al pueblo desde las praderas salvajes, yo fui la única que logró montarlo, ¡y ahora esta mujer me pide que tome su vida! No lo puedo hacer, no me obligues a hacerlo Ronko. Por favor, no me obligues.

Ronko se acercó más a la joven aprendiz. Le mostró la palma de su mano y Teru, como siempre lo hacía, colocó la suya encima.
—No puedo obligarte, pero si puedo pedirte que hagas lo que sea necesario para que vivas —dijo Ronko, en voz baja.

—no sabía que los Roinnassy podían ser tan cursis. Él no te puede obligar niña, pero yo sí. —dijo Morrigan, y en seguida, sacó de uno de los bolsillos de su correa un pequeño frasco con un líquido verde luminiscente, lo bebió de un solo trago, lanzó un suspiro con los ojos cerrados, alzó la mano y pronunció las palabras—: ¡praedaquia, nivel diez. Dominio: Teru!
—¡No, por favor! —gritó la pequeña aprendiz. Ríos de lágrimas corrían por sus mejillas. Su cuerpo comenzó a entumecerse y luego ya no pudo moverse por cuenta propia.

—veo que conoces el hechizo —dijo Morrigan con cierta sorpresa en su voz. —En fin, ejecuta los siete principios básicos de las ártes del ánima y prepárate para realizar el hechizo.

El cuerpo de Teru no mostró resistencia, a pesar de que su rostro decía todo lo contrario. Morrigan sacó de su correa otro franquito.
—Dale a beber esto —dijo Morrigan y le lanzó el frasco a Lluvia que lo atrapó en el vuelo.
La tabernera así lo hizo. Entonces, Teru, luego de cerrar los ojos y llenar su pecho de aire frío, repitió junto a Morrigan el hechizo al que fue obligada:
—praedaquia, nivel uno, !anim raperio, vita tenerio!.
Enseguida, una luz llenó todo su cuerpo.
—Apunta al caballo —le ordenó Morrigan, y Teru, con lágrimas en los ojos, así lo hizo. El caballo dejó de respirar y Teru pudo ponerse en pie. Morrigan la obligó a ir hacia el siguiente caballo y, aunque aún cojeaba, no tardó mucho en llegar a él. Sin embargo, para Teru, la distancia pareció eterna. Por último, la praeda la obligó a dirigirse hacia Almston, su amigo equino, a quien cuidó y quien la acompañé durante los años que siguieran a la pérdida de su maestra, Annik. Llegó a él, le apuntó con la energía que emanaba de su mano y el caballo dejó de respirar. Entonces, Morrigan hizo que mostrara sus piernas. Teru así lo hizo... todas las llagas habían desaparecido.

—Praedaquia. La más egoísta de las artes del Ánima —dijo Lluvia.

—Por lo visto, sabes algunas cosas —respondió Morrigan.

—Una tabernera que no sepa tres o cuatro cosas del mundo no podría considerarse una verdadera tabernera. —dijo Lluvia para luego dirigir su mirada a Teru—. ¿Estás bien niña? —Maldita praeda, me las vas a pagar —respondió Teru, con los puños cerrados, el corazón a galope y el fuego ardiendo en su mirada. 

CICLOS ARCANOS - En los Templos del Caos - Libro 1Where stories live. Discover now