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No crees cuestiones, que te verás
incapaz de responder.

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Recargué la espalda en la cabecera de madera de mi cama, la habitación estaba en penumbra, a excepción de la tenue luz lunar que atravesaba la ventana y golpeaba el interior, iluminando con pobreza.

La ventana abierta también permitía al gélido aire entrar en la habitación, dándole acceso al frío y al invierno de hacerme compañía.

Una pequeña sombra negra como la noche se internó en mi habitación, entrando por la ventana al igual que el resto de visitantes nocturnos.

Con las delgadas patas dio un rápido y ágil salto desde el marco de la ventana hasta mi cama, caminó hasta mí, y sus ojos felinos me inspeccionaron en la oscuridad.

Le sonreí, aunque ella no comprendiera lo que eso significaba, y extendí mi mano para tocar su cuello peludo y tibio. Sentí su aliento en el dorso de mi mano, junto a su diminuta nariz húmeda.

—Has vuelto.

Me respondió con un maullido. Ella venía todas las noches, sin falta, aún cuando parecía que no lo haría. Eso desde que yo había llegado a vivir allí. Era como mi mejor amiga, aunque no tenía nombre.

La pequeña gata caminó hasta mi costado y restregó su cuerpo contra mi pierna, por lo cual le acaricié la cabeza. Luego me levanté.

—Debo admitir que te extrañé —señalé en voz baja, evitando despertar a mamá—. Incluso te he comprando algo.

Me incorporé de mi lugar y caminé hasta la cómoda, abriendo uno de los cajones.

Ese pequeño animal era uno de los motivos principales por los cuales a mi madre le urgía que yo conociera personas. Decía que era de locos hablar con un gato a media noche, y que prefería que mejor no hablara con nadie.

Pero es que yo disfrutaba tanto de la compañía del animal que no podía evitar hablarle y permitirle estar en mi habitación.

No sabía si tenía dueño, ni tampoco el motivo por el cual solamente estaba en las noches y se iba en los días, pero tampoco era mi mayor preocupación. Disfrutaba que volviera, que estuviera, mientras estaba, y era todo.

Sostuve la bolsa de papel con una mano en cuanto la encontré, cerré el cajón y me volví hacia la cama. La bola de pelos negra, diminuta, y reluciente ante la sorda luz lunar, esperaba sentada y expectante justo donde la había dejado.

Caminé hasta sentarme frente a ella. La miré con emoción, lo cual hasta cierto punto me hacía sentir tonta. Incluso loca.

—No sé mucho acerca de gatos —murmuré, abriendo la bolsa—. Así que he decidido a mi criterio, espero que te guste.

Sus ojos verdes me miraron. Quizás no entendía lo que yo le decía, pero era reconfortante. Quizás yo estaba enamorada de ella en secreto.

Posicioné la bolsa entre medio de la gata y yo. Ella olisqueó el papel de color café, buscando descifrar su contenido, o tal vez su significado.

Dejé salir una exhalación y saqué el collar que había obligado a mi madre a comprar en una veterinaria del pueblo. Lo tomé entre manos y lo miré. Era rojo, un color genial, que sabía le luciría fenomenal en el cuello.

Procedí a ponérselo, ella no replicó ante el contacto, sino que me permitió hacerlo. Una pequeña campana, también roja, pendía del centro del collar.

Luego saqué el sobre de comida y el plato, que eran las otras y últimas cosas que le había comprado. Vertí la comida para gato en el pequeño plato y lo estaba poniendo en el piso, cuando algo golpeó el cristal de mi ventana.

Inverosímil Where stories live. Discover now