Parte II. Algo grita en la madrugada...

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En ese momento, mi hermana me dijo: "Es un gato. ¡Ya déjame dormir y tú también duérmete!"

Entonces, ella se dio media vuelta y se rindió ante el sueño.

La expresión de mi cara, perdida en la semioscuridad de la habitación, debió haber reflejado la confusión y el pavor que sus palabras me causaron; una sorpresa desagradable, una sensación espantosa que llegó como una cubetada de agua fría. Volví a escuchar atentamente, hubo un pequeño silencio y después el sonido volvió a resonar en la noche, cortando el aire frío y llegando hasta la recámara, hasta mis oídos. Pero esta vez era diferente, se escuchaba más difuso, más extraño.

Pasaban los segundos y yo no entendía lo que estaba sucediendo: la voz infantil que había estado gritando hasta ese momento se deformaba, se hacía nuevamente menos nítida y se reconvertía en el sonido raro e ininteligible que había oído en un principio. Para cuando el quejido volvió a tomar forma, la reacción que tuve fue volver a quedarme estático, congelado, como quien se topa de frente una sorpresa aterradora; mi hermana tenía razón, ¡aquella cosa era un gato! Ese sonido de afuera ¡sólo eran maullidos!

No podía creer lo que estaba pasando, eso no era posible: ¡Yo había escuchado que un niño clamaba por ayuda desde el frío de la noche! ¡¿Cómo podía entonces haber sucedido que esos gritos resultaran ser sólo los quejidos de un simple animal?! Entonces otra idea más cruzó por mí mente, una todavía más perturbadora: eso de allá afuera bien podía ser un gato... o, quizá, algo que sonaba igual que un gato...

El terror volvió a mí en una última oleada y me acurruqué de nuevo contra la almohada, cubriéndome con las cobijas hasta la cara. El miedo no pudo contra mi cansancio y, pasados algunos minutos más, perdí poco a poco la conciencia mientras escuchaba aquellos maullidos o los ruidos de algo que intentaba maullar y que sonaba cada vez más lejos.

Lo oí retirándose, hasta que se perdió en las tinieblas de la noche, en algún rincón de las calles o las azoteas, vagando mientras se iba hacia otro sitio.

El sueño me venció y, abatido por el horror y el pánico, me quedé dormido.

A la mañana siguiente le conté esto a mis hermanos y a mis papás, pero todos coincidieron en que había estado soñando, que tuve una pesadilla o que quizá solo me había equivocado, porque estaba aún adormilado y confundí con gritos los maullidos de un gato que se puso a llamar desde algún sitio, por ahí. Nadie me creyó.

"A mí también me da miedo cuando escucho a los gatos maullando en la oscuridad" añadió mi hermanito.

Ese fue el único comentario del que pude obtener una sensación de apoyo y comprensión, lo único que conseguí como respuesta ante uno de los sucesos más bizarros y aterradores que viví en mi infancia.

Durante algunos días estuve pensando y teorizando, con la fuerza creativa de un niño pequeño, pero también con toda la poca paciencia, además de la amplia incertidumbre que la mente de un chiquillo podía ofrecer. Era muy joven y, más temprano que tarde, todo lo que ocurrió en esa madrugada cayó en el olvido, un benévolo olvido que me mantuvo a salvo, tranquilo durante las noches siguientes, cuando la oscuridad volvió a devorarlo todo y yo tuve que regresar a la litera para dormir: acompañado, pero sólo.

No obstante, recuerdo haber pensado bastante tiempo en lo ocurrido y, quizá, de una u otra forma, con el paso del tiempo creí que aquello era o había sido solo mi idea, mi imaginación. Pensé en el hecho de siempre haberle temido al maullar de los gatos, sobre todo en las noches, porque solía hallar en tal sonido una asombrosa y espeluznante similitud con el llanto de los niños pequeños y de los bebés... Y una noche algo me trajo de vuelta aquella incómoda sensación.

Algún tiempo después de aquel incidente, no recuerdo cuánto aunque todavía era muy joven, quizá un par de años mayor, me encontraba jugando en la parte trasera de la casa. Una de mis tías había ido a visitarnos. El cielo ya estaba oscuro y ella se disponía a marcharse; cuando fue conmigo para despedirse, ambos escuchamos el llanto de un gato que deambulaba por ahí.

Lo que ella dijo a continuación me hizo sentir escalofríos. Mi tía me preguntó: "¿Eso es un gato?", hizo una pausa y luego añadió: "Suena como un bebé, ¿no?". Ambos reímos entre nervios después de un breve e incómodo silencio; ella se despidió de mí y se fue. Yo me metí al cuarto, un poco aterrado, recordando instantáneamente la noche que escuché aquello que creí era la súplica de un niño llamando por ayuda en la noche, pero que, aterradoramente, resultó ser el llanto de un gato...


Gritos en la madrugadaWhere stories live. Discover now