La Guardia del Sol (Parte 1)

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Muy maltrecho Nariel se podía ver entre el polvo, llegando al pueblo.
Esta era la última vez que viviría en las calles y eso lo reconfortaba, podría recorrer la plazoleta y la callejuela principal sin ocultarse, sin miedo a ser atrapado y linchado por los comerciantes. Era un niño pero pronto, sería un hombre con un oficio.

Se emocionaba de la sola idea y eso impulsaba sus pesados pasos luego de la paliza, pero un grito lo paralizó, era una voz que había oído poco pero que reconoció, era Maika. Los hombres cubiertos de metal del día anterior se la llevaban mientras Tuke gritaba desesperado.

Nariel se escondió rápidamente entre las bolsas de las caravanas. Sintió otro grito familiar, era Eitan que lloraba como el niño que era y que no parecía. Se lo llevaban, también a su hermano, a toda la banda. Justo como había dicho Illya, se llevarían a todos los niños, huérfanos o no, que sobrevivieron a la plaga. Nariel se escabulló y entró a un establo, subió al techo y comenzó a correr.
Saltaba entre los tejados, las terrazas y las tiendas, se estaba alejando del poblado con los brincos más grandes que había dado en su vida. Casi llegaba al estero que le había servido de hogar por los últimos dos años cuando oyó un silbido, un destello cruzó el cielo a toda velocidad y aterrizó en un estruendo. Por un segundo pudo distinguir que era uno de los hombres de metal, mordió el polvo y todo se nubló.

Despertó con el ruido de un sollozo, estaba oscuro, pudo reconocer la voz del lamento, era Eitan que estaba en cuclillas a su lado. Frente a él iba Illya y dos de sus amigos. Por el movimiento pudo deducir que iba en algún carro, encerrado en una caja con una mirilla enrejada. Lo confirmó al asomarse por la mirilla. Estaba en efecto en una caravana. Tras ellos vio al menos tres carros más, cada uno tirado por dos caballos con atavíos de seda y escoltados por los hombres cubiertos de metal, largos cuchillos y ropajes finos.

– ¿Quiénes son estas personas? ¿Qué quieren con nosotros?– Preguntó Nariel a Illya que permanecía sentado con la mirada fija en el suelo.

– Son Caballeros de Valira– Respondió sin levantar la mirada– Respecto a qué es lo que quieren, no tengo idea. Solo sé que al menos en tres pueblos donde envío de mis chicos a reducir lo que robamos se han llevado a todos. Realmente pensé que podría escondernos... con todo lo que me ha costado armar un sistema con el que podemos vivir como merecemos...– Illya no paró de maldecir, Nariel no preguntó más.

Se dedicó a mirar a los caballeros de Valira. Aunque vivía bajo el puentecillo y veía comerciantes todo el tiempo, casi no había visto caballos, siempre camellos. Mucho menos aún caballos vestidos con seda. En el pueblo solo los mercaderes más adinerados como el orfebre tenían seda. Los caballeros sin duda eran ricos, todos eran ricos y había al menos una docena. Pero no podía verles la cara. Todos tenían cascos diferentes, los había con plumas, con adornos en el visillo, sin visillo, con diferentes agujeros para los ojos y boca, algunos muy aterradores y otros simplemente inexpresivos. Algunos tenían puntas o tachas, otros un torneado impecable. Había pesadas armaduras y mallas. Y todos vestían sobrevestas de colores diferentes aunque se repetía el dorado en las terminaciones y todos tenían el mismo dibujo en algún lugar u otro.
Un sol y un largo cuchillo alado.


Cuando cayó la noche los juntaron en una fogata, atados de las muñecas y los tobillos. Les dieron sopa, un pedazo de pan y agua en una cantimplora. Los caballeros eran ricos, Nariel lo sabía. La sopa que les sirvieron tenía frijoles y varias verduras. Era la primera vez en un buen tiempo que comía frijoles. Salvo las veces que Tuke le daba de comer siempre comía granos o el pan endurecido que botaban o dejaban descuidado. Nariel se extrañó de que los Caballeros comían la misma comida que ellos

– Que no te engañen, trepador. Somos prisioneros– Dijo secamente Illya.

Tras pensar un poco en su situación repuso– Tal vez tu tenías algo mejor en el poblado, pero yo no Illya. Esto... no está tan mal– dudó por un segundo de lo que dijo pero no se iba a retractar frente a Illya.

– Mira tus manos trepador. Están atadas. No era rico en el poblado. A veces comíamos bien y a veces no. A veces nos daban palizas los vendedores o los viajeros. A dos de mis chicos los castigaron con su mano derecha. Y a muchos más, incluido yo, con azotes. Pero sabes qué trepador, yo prefiero eso, aunque a veces puede ser duro, es mío. Es de todos nosotros–

Nariel entendía el orgullo del joven Illya, apartó la mirada y bajó su cabeza. Su padre le enseñó a ser orgulloso, a ganar sus propias batallas y a afrontar las consecuencias de sus decisiones. Pero... estaba feliz por la comida, no podía ocultarlo ni mentirse a sí mismo. Tenía miedo, pero estaba felíz.

Vio a Maika en el grupo de otro carro. Estaba cabizbaja y sus ojos castaños estaban hinchados por el llanto. Nariel sabía lo mucho que Tuke y su hija se amaban. Recordó los gritos de su amigo cuando se llevaban a Maika.
No pudo ayudarlo... tenía las manos atadas antes y las tenía atadas ahora. De pronto un recuerdo le cruzó por la cabeza y dió un salto. Se llevó las manos a la clavícula, no tenía su colgante.

Eitan, que por fin había dejado de llorar notó rápidamente lo que pasaba

– No hagas nada estúpido trepador– le susurró con gravedad. Pero Nariel no escuchó y alzó la voz en un impulso

– ¡Mi pendiente! ¡¿Qué han hecho con él?!– Todos los jóvenes prisioneros quedaron mudos. inmediatamente Nariel notó el pesado ambiente y sintió miedo. Pero aún así reiteró su pregunta con menos gallardía.
Un caballero dejó su plato, se puso de pie y caminó hacia él. Era enorme, al menos a los ojos de Nariel. Vestía una sobrevesta de franjas verdes y negras, su casco emplumado era inexpresivo y sin visillo, con un pequeño orificio rectangular para los ojos que no se veían por la noche y porque le hacía sombra el fuego. Su armadura era ligera, pero el cuchillo que tenía en el cinturón era larguísimo y del ancho de la palma de un adulto. Nariel se paralizó cuando en caballero se paró justo frente a él y llevó su mano a su cinturón.

Nariel pensó que tomaría su espada, muchos niños lo pensaron. Pero tomó una bolsa de cuero pequeña y se la lanzó sin decir una palabra. Nariel la abrió y era, en efecto, su pendiente. Los prisioneros abandonaron la tensión.

– No se si eres muy valiente, trepador, o estás completamente loco– Chistó Illya

– Está loco. Ese pendiente barato le importa más que su vida– añadió Eitan. Nariel no respondió. Estaba avergonzado pero atesoraba su pequeña victoria y su única pertenencia ahora colgaba de su cuello.

Los Ángeles de ValiraWhere stories live. Discover now