Los Niños del Lisio (Parte 1)

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Una vez ardió un fuego, un fuego azul cuyas llamas no se extinguían. Al pasar los días y los años sus llamas dieron paso a Lisio, un enorme desierto de ceniza gris. Sus arenas eternas son interrumpidas por rocas oscuras y curiosamente largas como los innumerables dedos de algún ser oscuro. A través de sus llanos las aguas del Diamad brillan como azuladas venas abiertas al firmamento y en sus orillas, bajo los montes, se agolpan a la sombra los diferentes asentamientos Lesios como los insectos se aferran a quien porta una antorcha. De noche se pueden distinguir desde la lejanía, pero no esta noche, porque cuando las arenas del Lisio se levantan todo se pierde en una confusa oscuridad que se retuerce sobre sí misma ocultando todo.

Bajo un precario paso de madera que usan los comerciantes y sus camellos para cruzar el estero un niño con una improvisada herramienta despeja la arena que cubre sus pertenencias. Hay una olla de barro, unas mantas, indumentaria de madera y un morral viejo. Cuando el niño terminó de sacudir sus cosas, se cruzó el morral y de él sacó un colgante que escondió entre las piedras a los pies de su refugio. Se sentó en una roca y descansó sus pequeños miembros de niño que habían soportado la noche, habían limpiado la arena y aún debían seguir. Había soportado cosas mucho peores, él lo sabía, había soportado la Peste del Fuego. El soportó todos los síntomas, soportó la caída de su pueblo, vagar entre asentamientos en el desierto, soporto todo, sus padres no lo soportaron. Padre siempre le hacía prometer que sería un hombre fuerte.
Nariel se lo repetía a sí mismo a diario, era fuerte, lo sabía. Además de eso, era ágil. Como gato subió a las casas de arenisca y contempló la feria de la callejuela principal que a todas horas tenía al menos una decena de viajeros provenientes de las ciudades amuralladas y de más allá del mar. Los comerciantes se les abalanzan con agresividad ofreciendo provisiones y chucherías. Pero los comerciantes difícilmente se distraen, son suspicaces, están atentos a los robos de los niños quemados que durante meses se han dedicado a robar lo que pueden cada día. Cualquier niño que tuviera alguna quemadura visible era notado de inmediato por los mercaderes. Por culpa las bandas grandes ya casi ningún niño podía acercarse a la callejuela, todos los mercantes los esperaban con palos y piedras. Pero Nariel podía acercarse desde arriba.

Bajó con gran destreza por las terrazas y los escalonados techos, tomó pequeños puñados de grano que guardó en su morral y se mezcló entre la gente, en cuanto encontrara una superficie de la que saltar volvería a subir a los techos y correría a las afueras. Nunca se quedaba demasiado tiempo en el poblado porque las bandas son territoriales y, en general, de niños mayores que él. Se disponía a saltar cuando fue tomado por el morral y jalado a un rincón, inmediatamente le taparon la boca y lo tomaron de ambos brazos. Era Illya, líder de la banda más grande del poblado, Nariel se congeló por un momento, solo un momento pues por cómo le trataban y el miedo en sus miradas, notó que no trataban de robarle. Se estaban escondiendo también. Los ojos claros y extranjeros de Illya le indicaron la plazoleta donde había dos viajeros muy inusuales con atavíos de seda y brillante acero, con cuchillos más largos que una cimitarra o una cuchilla Jersaí y enormes placas de metal con una forma muy similar a una gota. Illya le hizo un gesto para que se callara y Nariel asintió, los otros niños lo soltaron.-Son de la ciudad de los Ángeles, la de ese famoso Dios Dador. Susurró asustado Illya. Nariel no solo nunca lo había visto asustado, sino que ni siquiera había cruzado con él jamás palabra alguna.

– ¿Te están buscando? Yo no te voy a delatar con nadie– Se apresuró a decir Nariel

– Nos están buscando a todos, a todos los quemados. Antes de llegar a este pueblo estuvimos en otro y escuchamos un rumor, que los seguidores de este Dios Dador buscan a los sobrevivientes de la Peste de Fuego y se los llevan. Por suerte parece ser que tus quemaduras están en lugares que cubre tu ropa. De todos modos no quiero que llames la atención. Quiero que piensen que están equivocados, que no vean ni un solo niño y se vayan cuanto antes.

– Eso pasa porque ustedes roban demasiado, llaman la atención– Respondió Nariel con superioridad

– Nos quedaremos acá hasta el anochecer– Le volvió a tapar la boca e hizo un gesto a su hermano Eitan que empezó a revisar el morral del chico. Nariel se resignó y se arrepintió rápidamente de haber hecho ese comentario.


Cuando los viajeros se fueron Nariel yacía golpeado y mordiendo el polvo, el maldito polvo gris que cubría todo. Su estómago rugía y la banda se había llevado todo. Con gran esfuerzo Nariel contenía el llanto pues él era ahora un hombre fuerte y prometió a su padre que ya no volvería a llorar. Pero el hambre era mucha y la noche empezaba a besar sus pies ahora descalzos. cayó dormido.

Despertó con un aroma que ya casi ni podía recordar, sopa de hongos. Estaba envuelto en una manta y a su lado había un fuego. Era la casa de Tuke que se acercaba con un tazón de barro. Nariel comenzó a beber cuando notó la reprobatoria mirada de Maika en la sombra.

– No tenemos comida de sobra, Padre– añadió desde su lugar en lo oscuro.

–Tenemos suficiente. Los padres de Nariel no sobrevivieron, Maika. Nosotros hemos podido armar un negocio y vivir de mi oficio. No todos los niños tienen esa suerte–

Tuke era carpintero, él era de los pocos adultos sobrevivientes a la Peste del Fuego y más de alguna vez había salvado a Nariel del hambre. Maika era la mayor de sus hijas, tenía la edad de Nariel, el cabello castaño como su padre y corto hasta los hombros, el rostro redondo, con una pequeña y puntiaguda nariz y enormes ojos café claro, según había oído Nariel, como su madre que no sobrevivió a la peste así como su pequeña hermana. Siempre llevaba un largo guante de tela en la mano izquierda que probablemente cubría sus quemaduras para evitarse problemas

– Maika tiene razón, cada vez vienen menos viajeros en esta época, deberías guardar lo que tienes Tuke– dijo Nariel entre dientes.

–Eres un mocoso orgulloso ¿Lo sabes verdad?– le respondió el carpintero.

– Quiero que me lo devuelvas. A partir de mañana trabajarás en el taller conmigo– añadió al tiempo que Maika lo reprendió con la mirada, pero Tuke la ignoró.

– No se carpintería– le advirtió el chico.

– Te enseñaré, eres inteligente. Pero tu carácter es problemático. El contacto con la madera te hará bien. Trae tus cosas por la mañana, no es lo más cómodo pero te armaré un aposento por aquí– Maika con desdén dejó la habitación. Nariel no sabía qué responder pero sonreía.
Tuke le revolvió los negros y tiesos cabellos y aquella fue la noche más tranquila que Nariel tuvo desde la plaga.

Los Ángeles de ValiraWhere stories live. Discover now