Calcetines

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"El abarrotado tren avanza a ciento sesenta bostezos por hora, a pesar de lo que quiera hacernos creer el velocímetro en la pantalla informativa. Nada a destacar: el mismo paisaje agreste de siempre, salpicado ocasionalmente con las manchas de alguna destartalada estación. El pasillo me separa de dos jóvenes con aspecto macarra en los asientos de mi izquierda, mientras que en el lado opuesto comparto una de esas mesitas para cuatro con un hombre con pinta de pueblerino y la que probablemente sea su hija. Suelo enamorarme de las chicas que veo en el tren. Me imagino sus vidas, cargadas de interés, audaces nómadas, con la sabiduría de cien lugares del mundo absorbida en sus entrañas mediante una alegría y desparpajo solo alcanzable en los delirios de alguien muy aburrido. Pero, aún no sé por qué, esta chica no me dice nada. No es en absoluto fea, sonríe de un modo confiado y mira por la ventana como buscando un hipopótamo en el horizonte, ansiando a cada instante el milagro que nos inunda de alguna sensación antes de que nos ahoguemos en indiferencia.

Aun así, nada.

Me entretengo observando mi reflejo, que aparece desde mil ángulos: entre los ventanales de las paredes, las repisas de las maletas, la quebrada pantalla de mi smartphone, la placa de hierro del canto de la mesa. Cuando de pronto, suena un "clic" en mis engranajes: sus calcetines.

Por encima de unos zapatos negros, unos también oscuros hilos de lana se asoman tímidamente, no más de tres centímetros, tratando de decirme algo: "sólo conocemos sus pies, pero esta chica también merece ser soñada". Estudio detenidamente la proposición sin mucho convencimiento, tratando de entender qué sucede en ese trozo de lana, hasta que por fin lo encuentro: lo que me llama realmente la atención es el remate del calcetín. Algo parecido a un encaje de tela color crema y que se derrama en pequeños dobleces. Son los calcetines que escogería una muñeca para presidir un estante el día de nochevieja.

Jamás he visto unos calcetines así. Quizá sean más frecuentes de lo que pienso y es mi inexperiencia en mujeres quien juega en mi contra, pero a mí se me antojan un ejemplar

rarísimo, desconocido, inigualable. Llenos de personalidad y feminidad. Y como savia por un árbol, esas características ascienden por todo el cuerpo de la chica, desde la raíz de sus pies hasta la última rama de su ondulado cabello negro. Algo así como un superhéroe recibiendo sus poderes, el tren se ilumina con el intenso rojo de su pintalabios, que realza los coloretes de un rostro de niña, con ojos y cuerpo de mujer.

Los reflejos que antes me devolvían la mirada hastiada de alguien que quisiera borrar de su vida las cansadas horas del trayecto, tienen de pronto una nueva utilidad: sofisticado instrumental de espionaje para contemplar a hurtadillas a mi nuevo amor de viaje. Este es un amor aún más difícil, ya que si su padre cazara mis furtivas miradas me metería en un buen lío. Aun así, agarro su etérea silueta y nos zambullimos en mi mente. La llevo a pasear en románticas noches, donde el frío nos obliga a mantenernos muy juntos. La invito a un elegante restaurante con mesa para dos. Compartimos besos y abrazos en un ajado sofá mientras la televisión, unas cartas y un tablero de ajedrez nos contemplan enfurruñados, abandonados a medias. Son lugares que ya he frecuentado con mis antiguos amores de tren. Todos tenemos un pasado... En cualquier caso, la veo más feliz que ninguna.

Hago una parada en mi ensueño para buscar sediento aquellos calcetines que me enamoraron, coincidiendo con un ruido que hiela la sangre en mis venas:

"Próxima parada, Torrijos." Y su correspondiente eco anglosajón.

Comienzo a sudar. ¿Será nuestra despedida? ¿Cuántos ingleses hay en un trayecto desde Montijo a Leganés? ¿Perderé tan pronto a mi amor de tren?

Necesito evitarlo, no puedo permitirlo. Ensimismado en mis pensamientos, mantengo la mirada sobre aquel bello rostro demasiados segundos. Estoy siendo descarado, lo sé, pero no me importa, me niego a olvidar así a la dama de los calcetines especiales, a verla desaparecer como tantas otras, sin posibilidad de retorno. Sé que debo apartar la mirada, que no es educado observar a desconocidos de la misma manera que observarías la Gioconda. Pero no puedo evitarlo. El tren está aminorando la marcha, y no me perdonaría dejarla marchar sin actuar, sin hacer cualquier cosa, sin decirle que ha sido el centro de mi mundo durante treinta trepidantes minutos, que ha asesinado el tiempo perdido, que el verdadero destino de mi tren es ella.

CalcetinesWhere stories live. Discover now