Capítulo II

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CAPÍTULO II

Humania

Las hermanas vivían con sus padres en una zona apartada de la ciudad. En la ciudad, reinaba un período de escasez, desencadenado por la codicia generalizada, que se había extendido cual infección en la sociedad. Era convención social que, quien poseyera bienes tales como oro, propiedades, lujos de todo tipo; era poseedor de la clave para ser feliz.

La libertad, en Humania, estaba directamente relacionada con la posesión de privilegios y fortuna que permitieran al poseedor de ellos dar cumplimiento a todos sus deseos o caprichos.

La belleza, era un valor transitorio que no se evaluaba por actos, sino por la complacencia sensorial.

La bondad. ¿Qué era eso?.. En Humania la bondad no gozaba de gran prestigio. Un hombre o mujer buenos, eran percibidos como seres excéntricos, utópicos, incluso faltos de carácter, por no tildarles de incautos, incapaces de poner los pies en el suelo y ver la realidad.

En definitiva, la codicia se había instalado en los habitantes de Humania como un atributo natural que justificaba cualquier acto. La rapiña se había convertido en una especie de derecho; incluso, en un acto de delicada ingeniería genética, que se transmitía como valor a las jóvenes generaciones. La tapadera de la codicia se llamaba inflación, y por ella, se justificaban todo tipo de desmanes como si fuera un agente externo, sin identidad e incontrolable, del que nadie era responsable y todos eran víctimas.

Los poderosos, con el argumento de que eran los pilares de la sociedad y que sin ellos no se generaba riqueza alguna, generaban necesidad empobreciendo al resto de los ciudadanos, quienes a su vez ansiaban las riquezas de los poderosos y, constituían a éstos como modelos a seguir para el logro de la felicidad. Los más avezados, que conseguían estar a la sombra del poderoso, se convertían rápidamente en defensores a ultranza del sistema establecido, que les había permitido escalar a la cima de la pirámide social en Humania.

No había gran diferencia entre quienes ejercían el poder político-económico y los ciudadanos de a pie. Parecía que todos habían caído en el mismo ensueño seductor y ensoñaban juntos una realidad absorbente, posesiva que les desposeía de su derecho natural a la libertad de crear su propia senda hacia la felicidad, creando así un camino pedregoso hacia la indigencia vital.

Amantia vivía en su tiempo, y contemplaba lo que acontecía a su sociedad, con verdadero asombro. Veía como las gentes se precipitaban a la escasez, por la propia escasez de lo que ofrecían en su medio. Reinaba una ignorancia arrogante, que se enseñoreaba como conocedora de toda artimaña y dejaba indefenso a todo incauto que, deseando ser gente de su tiempo, aceptaba como progreso cualquier tendencia innovadora, en pensamiento y costumbres. Olvidaban quien era cada uno, para sumirse cada vez más profundamente, en el ensueño igualitario de codicia, que se había extendido como una mancha.

Amantia no juzgaba, miraba y comprendía. Comprendía la incapacidad de las gentes a resistirse al medio en el que vivían. No sabían de su capacidad, de su propia fuerza, y caían bajo el peso del medio ambiente, como si se tratase de una poderosa fuerza de gravedad que les mantenía bajo su dominio. Ignorantes de su propia grandeza, indefensos por no saberse fuertes, se adaptaban al medio para sobrevivir de manera servil a los tiempos que corrían.

Llevada por el amor que profesaba a su hermana, y tras su decisión de transmitir a Fanatia el modo de liberarse de sus limitaciones, buscaría el modo de llevarlo a cabo. Era una labor que requería paciencia, comprensión. Ella estaba dispuesta a hacerlo, si su hermana respondía positivamente a sus indicaciones; conseguiría que, por fin, comprendiera el origen de sus aflicciones.

Con motivo del período de escasez por el que atravesaba Humania, las hermanas decidieron buscar empleo en uno de los talleres de costura que había en la ciudad para colaborar en la economía familiar. Eran hábiles con la aguja, su madre, desde la infancia, había enseñado a ambas el oficio. Largas tardes de invierno habían pasado en su hogar, dedicadas a la costura en compañía de su madre. Mientras cosían, cantaban. Cantaban canciones, que amenizaban las tardes a sus padres. Era una delicia escuchar cantar a las hermanas, mientras se concentraban en la costura, su canto surgía armonioso. Las voces de ambas se acoplaban de un modo natural, parecía que una, supiera exactamente, que tono iba a expresar la otra. Apenas sin mirarse, como si un acorde único conjugara sus voces, éstas interpretaban impecablemente, la armonía a expresar. Así, sin darse cuenta, habían aprendido bien el oficio, por lo que no les costó esfuerzo que las emplearan en uno de los más prestigiosos talleres de la ciudad.

Amantia y FanatiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora