II

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Con el hombro apoyado contra el tronco de un árbol del parque, Romualdo rememoró la conversación con el veterinario. Fue la última vez que habló con él. Se preguntó si volvería a hacerlo. Sacudió la cabeza en un vano intento de alejar funestos pensamientos, y volvió a clavar la mirada sobre la señora García. La diminuta anciana continuaba con su inamovible actividad, con el rostro rosado y cuajado de arrugas levantado hacia el sol. Un mechón de cabello plateado le onduló con la brisa sobre la sien. Romualdo odiaba a esa mujer con todas sus fuerzas. Ella representaba todo lo malo y odioso de este mundo. Por eso tenía que morir. A sus manos. Para que el mundo se salvara, pues la señora García era…

Romualdo se rió por lo bajo. Sólo se estaba diciendo a sí mismo tonterías. Tratando de convencerse. Tratando de aceptar que lo que iba a hacer era lo más adecuado. Por supuesto que no odiaba a esa dulce ancianita. Hasta pocos días antes ni siquiera sabía de su existencia. Y por lo que había aprendido sobre ella, no era más que otra apacible mujer de edad que compartía sus achaques en la consulta del médico, era visitada por sus nietos y tomaba el sol en el parque. Pero aunque la señora García no tuviese ni idea, ella era la clave del futuro de la humanidad.

Si los resultados del primer radiante eran correctos.

—Pero…, nosotros no somos asesinos —había dicho Abel, casi con un gemido.

Las palabras del inteligente becario volvieron a sonar en sus oídos. Las dudas se revolvieron en la boca de su estómago como serpientes cubiertas de espinas. Qué ironía, se dijo, acabar siendo un asesino, aunque fuese el asesinato más justificado de la historia. Claro que Romualdo nunca había sido un gran seguidor de Maquiavelo. A sus cincuenta y tres años, soltero, sin hijos ni parientes cercanos, aferrado a sus hábitos cotidianos, su vida eran las matemáticas y las clases en la facultad. Sus compañeros de departamento constituían casi la totalidad de su vida social, aunque apenas los conocía más allá de los resultados de los proyectos y los logaritmos discutidos en las reuniones. Sus alumnos eran su mayor ventana al mundo de los vivos. Su horizonte era una jubilación tranquila en suave pendiente hasta la tumba. Aunque los recortes salariales y la supresión de las pagas extras en los últimos tiempos habían hecho que la pátina dorada de esa jubilación se resquebrajase un tanto.

Pero si los resultados del primer radiante eran ciertos, la jubilación se convertiría en menos de diez años en un espejismo inalcanzable.

Para él y para el resto de la humanidad.

No. Él no era un asesino. Era un profesor de matemáticas, quizás algo aburrido y solitario, según las mofas de sus alumnos. Su vida habían sido las matemáticas desde que tenía uso de razón. Se enamoró de los números y las ecuaciones algebraicas ya en su temprana pubertad, hacia los que se sentía tan atraído como sus compañeros de secundaria hacia las revistas ilustradas con orondas rubias sin ropa. Cuando pudo poner sus manos por primera vez sobre un ordenador, descubrió los placeres de la teoría computacional de números, la aritmética de los algoritmos, la elegancia del pensamiento abstracto puro.

Pero cuando llegó a la facultad descubrió que su amor por las matemáticas no era suficiente. Las matemáticas eran el esqueleto mismo del universo. Todo lo que existe y todo lo que ha existido se puede explicar con las matemáticas. Incluso, gracias a la estadística y a sus proyecciones, la magia de los números le permitía vislumbrar las posibilidades del futuro. Pero había parcelas en el inmenso campo de conocimiento que le costaba comprender. Acabó la licenciatura con unas notas mediocres, y hubo asignaturas que aprobó casi por milagro tras incontables tentativas. Comprendió que nunca sería un gran maestro, ni siquiera un virtuoso. Se quedó al borde del Edén, las puertas cerradas para siempre, la mirada cargada de fracaso mientras oteaba a través de las rejas. Así que se dedicó a la enseñanza.

EL ASESINATO DE LA SEÑORA GARCÍADonde viven las historias. Descúbrelo ahora