Parte sin título 2

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Nelson paró de leer. Se mordió la uña del pulgar, en un gesto involuntario que intentaba evitar desde los exámenes de la universidad. Notó algo alrededor. Un viento frío que se colaba por debajo de la puerta le hizo pensar en ir a por un jersey. La luz de la habitación había cambiado; en cuestión de segundos, se había hecho de noche. Dobló el papel. Se mordió el labio mientras jugaba a darle vueltas entre los dedos. Se sentó en el sofá apartando la aspiradora. Y siguió leyendo.

Todo ocurrió una noche calurosa de un por demás caluroso verano. La luna llena brillaba grande e infinita. Creo que no había estrellas. O quizás sí; algunos detalles se me escapan en la niebla del recuerdo.

Yo andaba por el centro, y era casi el único que recorría esas calles de madrugada. La extraña casualidad que me llevó a andar de noche por Yungay, no viene al caso. La vida a veces dispone las piezas de dominó, te pone a ti en el último lugar y con una carcajada empuja la primera ficha. Y no las ves venir. No las ves venir hasta que una a una se derrumban y la última te aplasta con todo su peso, dejándote moribundo y escupiendo sangre.

Apenas si me había cruzado con algún transeúnte en mi recorrido. Trastabillando hacia mí, una pareja intentaba guardar el equilibrio uno contra el otro. En el minuto que nos cruzamos, la mujer se humedeció lentamente sus rojos labios, y creí oír a mi espalda una oferta. Una barata. Apreté el paso con las manos en los bolsillos de mis jeans. Ellos doblaron la siguiente esquina y desaparecieron en la noche entre carcajadas ahogadas.

Una de las escasas farolas relampagueó justo cuando pasé por debajo, atrayendo momentáneamente mis sentidos con su hipnótico zumbido. Cuando mi vista volvió al frente, a unos veinte metros, una rata brotó de una alcantarilla.

El animal se giró hacia mí, y se puso de pie sobre sus dos minúsculas patas. Sus pequeños ojos resplandecían en la noche, mientras me enfocaban con su haz verdoso. No era demasiado grande, pero su visión me estremeció. A pesar del calor del ambiente, conforme avanzaba a su encuentro, un sudor frío empezó a recorrer mi espina dorsal.

Intenté pasar todo lo rápido y todo lo lejos que pude de ella, pero, al llegar a su altura, un resorte se movió en mi interior y contrariando a mi raciocinio, que gritaba por que la ignorara, me giré y enfrenté sus ojos relucientes. Y, aunque no me creas, imprudente lector, la rata me sonrió. Lo juro por Dios, si es que Dios existe. La rata me enseñó su dentadura podrida y amarillenta, en una sonrisa que me heló la sangre.

Aceleré el paso, incluso puede que llegara a correr, no me avergüenza decirlo. Entonces lo oí, claramente. Pasos. La rata volaba en pos mía. Ahogué un grito y comencé a correr todo lo que daban de sí mis piernas.

El veloz bicho del diablo me recortaba terreno. Más que correr, saltaba, estirando todo su mugriento y grisáceo cuerpo. Podía notar el calor de su pestilente aliento en mis tobillos, esperaba a cada paso la dentellada, el dolor de sus colmillos hundiéndose en mi carne. Mi intención era llegar a la Plaza de Armas y protegerme entre sus ancianos árboles. Con el corazón agitado llegué casi al final de la calle, viendo tan cerca y tan lejos a la vez mi meta. Intenté mirar por encima de mi hombro y divisé su cola larga a escasos centímetros. No lo conseguiría. Al llegar a la altura del Teatro Victoria, mis pies pensaron por mi y salté hacia la izquierda. Me colé por la verja rota y subí los seis escalones de la entrada. ¡Ah! Cuan estúpido, pensar que el soportal me serviría de refugio.

La rata se paró frente a mí y ladeó la cabeza, desafiante. Yo apretaba mi espalda empapada contra la puerta, mientras veía su lengua rosada relamer su nauseabundo hocico.

Los ojos del VictoriaWhere stories live. Discover now