Claudia.

1.4K 108 38
                                    

Querida Claudia,

He llegado a la conclusión de que a lo largo de esta vida, el mejor día de ella, fue el día en el que te conocí.

Todavía recuerdo tus ojos azules mirándome, después de una larga noche de contracciones y dolores. Estaba deseando ver si te parecerías a mí, o si acaso lo harías a él. Tu manita envolvía mi dedo y me lanzabas miradas como si tuviéramos nuestro propio código secreto para entendernos. Hacía apenas unas horas que estabas en el mundo pero ya te habías convertido en el centro de mi vida.

Eras tan pequeñita que me daba miedo cogerte por si te rompías. Tu piel lechosa era símbolo de pureza, de inocencia. Tus cabellos rubios eran como el oro, y tan lisos y suaves como la seda. Me sorprendió ver, cómo yo, un ser tan imperfecto, había dado vida al ser más perfecto y hermoso que había conocido jamás.

La primera vez que lloraste me asusté, pues no entendía qué te pasaba o por qué lo hacías, aunque luego me regalaste una de tus sonrisas y todo pasó. Me gustaba observarte mientras dormías, y me preguntaba miles de veces con qué debías de estar soñando en ese momento, si esas sonrisas esporádicas que aparecían en tu dulce rostro de querubín, se debían a que estabas viendo ángeles en tus sueños, o si era algún otro dulce secreto que yo, con mi mente adulta, ya no era capaz de comprender.

Pero acabé haciéndolo cuando me descubrí sonriendo con dibujos animados para pequeños mientras los veíamos juntas. Aunque era tu expresión atenta lo que yo solía mirar, completamente fascinada. Redecoré tu habitación una y otra vez con diferentes temas según ibas creciendo. Volví a creer en príncipes y princesas, y a pensar en ponis rosas, y a recordar todos los cuentos que había dejado olvidados en el pasado, para contártelos a ti.

Fue asombroso ver cómo poco a poco crecías, te salían los primeros dientes y, sobre todo, escuchar de tus labios tu primera palabra, la primera vez que me llamaste mamá.

Empezaste a dar tus primeros pasos en primavera, yo intentaba ponerte derecha, y tú, temblorosa, ponías un pie delante del otro, avanzando lentamente. Creo que te caíste cerca de un centenar de veces, pero no te rendías, y seguías levantándote, intentándolo hasta que lo conseguiste. Corrías detrás de mí buscando la manera de alcanzarme. Reías cuando me volvía y te alzaba en brazos. El sonido de tu risa inundaba toda la casa, y mi corazón se henchía de felicidad. Creo que ni la melodía más maravillosa del planeta, habría podido igualar la belleza de aquel simple e inocente sonido.

Me sentía la mujer más afortunada del mundo porque tú estabas conmigo. Y así pasaron los años, entre sonrisas y abrazos, entre esos dibujos que me regalabas todos los días, o esos besos dulces con los que solías obsequiarme sin una razón aparente. Regalabas tu afecto sin discriminar, a todo aquel que lo quisiera. Eras el ser más puro que había conocido jamás.

El primer día que te llevé a la guardería ibas contenta en el coche, pero cuando te dejé, lloraste a pleno pulmón. Te agarraste a mi pierna y me suplicaste que no te dejara, que te llevara conmigo. Me pasé todo el día preguntándome si estarías bien, si me echarías de menos, si tendrías miedo al estar entre desconocidos... Y lo cierto es que, si lo tuviste, no tardaste en hacerle frente, porque rápidamente, con tu carácter alegre, conquistaste a los demás niños del parvulario.

Nunca te falto ningún amigo. Tenías la bonita costumbre de regalarle tu almuerzo al gatito que solía acercarse a la ventana de tu clase todos los días, alegando que él lo necesitaba más. No entendía cómo era posible que una niña, de apenas tres años, fuera capaz de regalar aquello que tenía a otras personas o animales que lo necesitarán más. Lloraste durante más de media hora hasta que conseguiste que aceptara quedarme al gatito, al que luego le pusiste Dana.

Querida Claudia.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora