Capítulo 2; Despertar

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Despertar jamás le había sido tan doloroso. Aún cuando las torturas superaban su límite físico, de alguna manera Sapphire hallaba el modo y la voluntad para colocarse de pie; para no sucumbir. Ese no era el caso en aquel momento. No deseó nada más que el poder dormir por un par de horas más, un par de horas para adentrarse a las pesadillas que por lo menos suavizaban el dolor que sentía. Su cuerpo ardía, una ligera capa de humo sumiendo el lugar en un manto de un intenso olor a quemado; recuerdo de las marcas que yacían difusas pero palpitantes sobre su piel. Jadeó y se acurrucó contra la pared, fría al contacto y llena de pequeños extremos filosos que se clavaron en su espalda.

Pensó que tendría que acostumbrarse, así como había hecho desde que todo empezó. Sin embargo no sabía hasta qué punto soportaría su cuerpo sin terminar por romperse, ni que tanto darían los demás por intentar reconstruir algo que hacía mucho tiempo se mostró irreparable. Algo tibio y húmedo se deslizó hasta sus mejillas; pequeñas gotitas transparentes que reconoció como las lágrimas que no había podido derramar en la impotencia de no ser capaz de valerse por sí misma. Sollozó en silencio durante minutos, horas quizás; sus lágrimas entremezclándose con la sangre tanto fresca como seca de los cortes bajando alrededor de su clavícula. Intentó estirar sus extremidades con el fin de liberarlas del entumecimiento que las consumía cuando un nuevo rasguño apareció en el dorso de su mano izquierda.

Alargó el brazo, tanteando con sus dedos lo que le pareció el inconfundible material del que estaba hecho el suelo de la celda; una mezcla de barro y restos de basura acumulada. Profirió lo más cercano a un suspiro y sintió su garganta estremecerse cuando nuevamente sintió, esta vez, algo demasiado perfecto como para ser parte de las protuberancias en la pared. Se obligó a sentarse, sintiendo el dolor calar sus huesos como el frío que soportaba todas las noches. Soltó un gemido y se dejó caer nuevamente contra la pared, sosteniendo con su brazo izquierdo las heridas que habían terminado por reabrirse en sus costados.

Le costó un esfuerzo sobrehumano el rodear con su mano lo que más tarde reconocería como el mango de una daga, frío al tacto y oxidado en los extremos. Cerró sus dedos alrededor de la empuñadura, deslizándolos a través del filo y finalmente colocándola sobre su regazo. La poca luz que se filtraba a través de la celda le impidió ver con claridad el arma. Sin embargo se permitió volver a usar su imaginación para crear una descripción con la que entretenerse. La daga no podía ser más grande que su brazo y, el filo, aunque desigual y un tanto oxidado en los bordes, servía aún así para infligir una cierta cantidad de daño, tal cual había comprobado al atreverse a hacer un corte en la palma de su mano.

Los pasos tardaron mucho menos en llegar, o quizás fue Sapphire tras haber perdido por completo su noción del tiempo. Escondió la daga en el interior del par de harapos que apenas cubrían su figura. El temor y el desconcierto que actuaban como preludio a lo que estaba por venir —La rutina diaria de inyecciones y experimentos— fueron sustituidos por un nuevo sentimiento, ajeno y desconocido, como un cosquilleo recorriendo las yemas de sus dedos, tan vago que fácilmente podría haber dicho que no estaba ahí. Las voces se alzaron por sobre los pasos; voces animadas en una charla aparentemente divertida. Sapphire se encogió contra sí misma, rodeándose con sus brazos. El miedo había logrado opacar aquella emoción que luchaba por abrirse camino a la superficie.

La celda se abrió en un pestañeo. La luz de un par de linternas recorrió el lugar hasta dar con su figura, iluminándola en una orden silenciosa que le dictaba que tenía que ponerse de pie. Apoyó las manos en el suelo e hizo el esfuerzo de cumplir tan sencilla tarea, pero su cuerpo se encontraba más allá del límite, y Sapphire era apenas capaz de cargar con su propio peso. Con un gemido se desplomó de vuelta al suelo, provocando así que la daga se enterrase en su costado. Gruñidos siguieron su caída, y pronto un par de manos no tan gentiles le obligaban a levantarse. Se sacudió y, para su sorpresa, las manos se alejaron con una inmensa rapidez, atemorizadas por un hecho que no lograba comprender. Dos científicos que reconoció por sus batas blancas y siempre pulcras retrocedieron un par de pasos.

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