3. El secreto al descubierto

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Amanecía otro día otoñal en Thorndike. El cielo estaba encapotado pero no terminaba de romper y soltar su carga sobre nosotros. El instituto atestado, lleno de personas con prisas, chicas coquetas que se apartaban de nuestro lado y malotes que iban buscando camorra. Estábamos devorando el almuerzo cuando ellos, vinieron a buscarnos las cosquillas.

―Eh, pringado ―se escuchó decir entre el griterío habitual de la cafetería.

Antes de que pudiéramos reaccionar una pelota de rugby golpeó nuestras bandejas, esparciendo el almuerzo de Joe y el mío por todas partes. Busqué con la mirada a esa panda de idiotas y los encontré no muy lejos, sentados a tres mesas de la nuestra. Sus risotadas resonaban con fuerza, alrededor el resto de gente también se reía. Sentí como la sangre subía a mi cabeza, me estaba encendiendo. Mi primer impulso fue levantarme, ir allí y patearles el culo uno a uno; pero la mano de Joe me retuvo.

―No vale la pena. Sólo conseguirás que te expulsen.

Asentí, escuchando en mi cabeza las voces de madre y Wallace. «Estás tentando a la suerte con tu comportamiento estúpido e irresponsable. Conseguirás que nos echen del instituto», «No puedes meterte en líos. Tenemos que pasar desapercibidos entre los humanos. ¿Es que no lo entiendes, hijo? Nadie debe saber lo que somos» . Volví a tomar asiento, presintiendo que tarde o temprano explotaría, que esos chicos me harían llegar hasta un límite que no debía rebasar.

―¿Te apetece que salgamos fuera? ―propuso Joe―. Podemos terminar lo que nos queda allí.

No tuve que pensarlo demasiado. Si seguía ahí escuchando cómo se carcajeaban de nosotros acabaría cabreándome y todo terminaría en tragedia; como ocurrió en Viena.

Fuera no hacía el mejor tiempo, el viento soplaba con fuerza emitiendo aquí y allá silbidos que helaban la sangre. Las nubes, cada vez más negras, recorrían el cielo con prisa, como un niño que necesita llegar al retrete para no orinarse encima. Mientras comíamos lo que quedaba de nuestro maltrecho almuerzo, observábamos las pistas de baloncesto que había frente a nosotros. En ellas un grupo de chicos algo mayores jugaban un partido mientras varias alumnas babeaban por ellos sentadas en los bancos. Muchos de los que estaban reunidos en esa estampa deseaban en un futuro poder salir de Thorndike, hacerse ricos, famosos y tener una vida cómoda lejos del pueblucho en el que habían crecido. Los envidié, ellos siempre iban a ser libres de poder hacer lo que quisieran, de ir a donde quisieran y vivir la vida que añoraban; yo en cambio tenía que esperar décadas a que la gente olvidara, para poder retomar nuestro tipo de vida dónde la dejamos. Y mientras tanto tenía que soportar toda la mierda que me echaran encima, como a la pandilla de Charlie Akerman.

Pensar en nuestra vida de antes me hacía sentir aún peor. Cuando salía a la pista y me convertía en bestia ante los ojos atónitos de la gente me sentía más vivo que nunca, cuando aullaba y corría hacia el público enseñando dientes y garras sus caras pasaban del asombro al miedo. Éramos estrellas y la gente venía a vernos, muchos incluso repetían y tras las actuaciones querían hablar con nosotros. Nunca había oportunidad. Plantábamos la carpa, estábamos un fin de semana y nos íbamos a otra parte sin documentos gráficos que revelaran al mundo lo que ocurría dentro. Ese era el Circo de los Talbot.

Se hizo un largo silencio en el que terminé con el almuerzo. Demi, el amor platónico de Joe, pasó frente a nosotros con su monopatín. Mi amigo la miraba embobado. Ella no era una chica guapa, tampoco fea, digamos que era distinta; como nosotros. Llevaba el pelo teñido de un moreno desgastado; los ojos muy maquillados, de negro; los labios variaban entre el morado, el marrón y el negro. Las ropas eran más de lo mismo, pantalones ajustados y oscuros, con cadenitas que colgaban de los bolsillos, deportivas anchas y sudaderas o jerséis que variaban desde el azul oscuro, hasta una amplia variedad de grises. Nunca supe si era eso, o el hecho de que estaba siempre sola, leyendo y dibujando, lo que provocaba que Joe se desconectara del mundo real siempre que la veía; pero aun teniendo un par de admiradores como él, Demi nunca mostró interés por nadie. Los demás alumnos la consideraban una lunática y una paria, como a nosotros y por ese motivo, cuando Joe me dijo que le gustaba esa chica desde que iban juntos al colegio, yo me limité a darle mi visto bueno. Nunca me había sentido atraído por una chica y menos estar muchos años prendado de una, así que ¿qué más podía decirle?

Talbot. Mi segunda vida.Where stories live. Discover now