2. Mi familia, lo más normal del mundo

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Al salir de las clases los alumnos estaban mucho más entusiasmados que al comienzo del día. Su energía, al contrario de lo que la gente pudiera pensar, había ido aumentando durante las clases. La idea de salir por la tarde con los amigos o de ir a algún sitio distinto les motivaba lo suficiente como para animarles. Para mí era al contrario. Odiaba el pueblo, el no tener un grupo de amigos con los que hacer planes, el no poseer un coche con el que desplazarme a sitios más interesantes y, sobre todo, odiaba como el mudarnos a este lugar había cambiado a mi familia.

Antes de convertirnos en inmigrantes europeos los Talbot poseíamos un circo, lo anunciábamos como «Circo Talbot. Adentrarte en un mundo de pesadillas y horrores», y su carpa de lona negra daba cobijo a una pequeña parte del clan familiar. Fue fundado por Joseph Fitzwilliams Talbot, un apasionado de lo misterioso y adivinador en sus ratos libres. Durante muchos años, y hasta su muerte, se dedicó a encontrar gente insólita, especial, monstruosa o con habilidades únicas y fascinantes. Tras dar con ellos y ver de lo que eran capaces les proponía unirse al Circo Talbot, adoptándolos y velando por ellos. No tardó en juntar una curiosa troup de gente extraña que trabajara para él. Desde personas que sufrían atroces deformidades hasta monstruosos híbridos de criaturas de leyenda; todos tenían un hueco en su peculiar familia. Le resultaba sencillo convencerles ya que, en aquella época, cualquier persona diferente era repudiada y marginada. Al estar en constante movimiento requerían tener la documentación en regla para que no les exportaran de los países europeos que visitaban, razón por la que los trabajadores que no poseían un apellido ―porque sus padres les habían abandonado al nacer en un orfanato, porque nunca conocieron a nadie y se criaron en montañas sin siquiera un nombre, o porque huían de algo y habían decidido dejar su antigua identidad atrás― pasaron a apellidarse Talbot. Cuando muchos años después el señor Joseph F. Talbot murió un el espantoso incendio, provocado por uno de los propios fenómenos de la compañía, el circo y sus integrantes desaparecieron intentando olvidar lo ocurrido y decidieron volver al anonimato, buscar un hogar escondido en algún pueblo pequeño del continente o errar por los distintos países sufriendo de nuevo el rechazo.

Fue Vittorio, uno de los hijos de la «Poderosa Valentina Acraccia», la telequinética del circo y Douglas el «Hombre pez», quien invirtió su parte de la herencia tras el fallecimiento de sus padres y recuperó el circo Talbot de sus cenizas. Y era él quien bebía vino de forma animada en la cabeza de la larga mesa en la que cenábamos.

―¿Recuerdas la cara que puso Gladis cuando vio que Svetlava se quedaba boca abajo con el camisón de noche a la vista de todos? ―le preguntaba a padre entre carcajadas. El vino ayudaba a que las batallitas vividas en el circo durante los años que fueron jóvenes.

―Estaba en ropa interior ―respondió tía Gladis abriendo mucho su ojo bueno―. Eso no era parte del número.

―Pero el público no lo sabía ―las carcajadas de tío Vittorio y padre sobresalían por encima del resto de conversaciones.

Madre y su hermana, tía Quimera, charlaban sobre algo sucedido con una de las amigas del club de lectura de esta primera. A ojos de cualquiera no había ni una diferencia entre ellas. Se peinaban igual su larga melena negra, lisa durante la mayor parte del tiempo hasta que se enfadaban y se les rizaba sola; se vestían igual, con vestidos largos, negros y ceñidos; hablaban igual y los gestos que hacían eran idénticos. Pero para alguien que ha sufrido las regañinas constantes de madre, era evidente que era quien se sentaba junto a mi hermano.

Wallace, sentado a mi lado, hablaba de forma tranquila y pausada ―exasperante para mí― con nuestra prima Lavinia. Discutían sobre las actividades extraescolares y sobre su importancia a la hora de parecer más «normales» a los ojos humanos. Sus labios se movían sin apenas emitir sonido, pero los Talbot poseemos un gran oído y no necesitábamos alzar la voz para lograr hacernos escuchar. A mi otro lado padre reía recordando tiempos mejores en los que no necesitaba esconderse tras una tienda de esoterismo y remedios naturales. Tía Gladis, frente a él, tapaba su medio desfigurada boca con la servilleta mientras sonreía como lo hacían las mujeres recatadas de su época. Puede que los felices años 20 quedaran atrás hace décadas, pero ella seguía manteniéndolos vivos con su estilo pasado de moda y un corte de pelo que realzaba su rizada cabellera naranja. Frente a mí Ágata pulsaba con rapidez la gran pantalla de su última adquisición, un teléfono móvil. Era casi idéntico al de Joe y el resto de compañeros de instituto pero, al parecer, no era el mismo. Ella era la persona con la que mejor conectaba pero desde que nos habíamos instalado en Thorndike su atención había cambiado hacia otras cosas, y el tiempo que pasábamos juntos era mínimo comparado con el que antes compartíamos. En parte entendía que no quisiera prestar atención a las charlas que había a su alrededor, y que estar sentado junto a alguien tan aburrida como Lavinia era mortal, pero su forma de evadirse chocaba con la forma en que había planeado pasar la cena en familia. Y ni que decir que mi primo pequeño, Maddox, también se moría de aburrimiento entre su hermana mayor y su madre. Contemplaba con su único ojo la comida que revolvía con el tenedor.

Talbot. Mi segunda vida.Where stories live. Discover now