So Good

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En la soledad distanciada del amanecer que se aleja cada vez más de mi vista, recuerdo sus ojos plateados, su sonrisa divertida, su cabellera púrpura y su tez pálida.

Miro hacia el cielo, donde la figura de la luna se asoma por entre las nubes, esperando la total oscuridad para ser la reina del lugar. El aire está frío y húmedo, pero es acogedor. Tanto tiempo pasé aquí sentado, que las piernas se me entumecieron. Comienzo a moverlas despacio, sintiendo la sangre volver a circular por ellas, con un poco de dificultad. Mi voz parece atragantarse en mi garganta, ni ella quiere despedirse de su piel, de su olor pero sobretodo de su recuerdo. Miro al cielo de nuevo, la oscuridad está casi total y las estrellas comienzan a hacerse nítidas y a iluminar mi rostro despejado. El cabello ya no existe en mi cráneo, me lo corté para recordarla. Me lo corté para recordar siempre nuestra promesa, hace años atrás.

Cierro los ojos y espero que los recuerdos me embriaguen mientras el frío congela cada parte de mi ser.

Todo comenzó el primer día de clases de Universidad. Ambos estudiábamos arte. Su rostro se había iluminado al verme, todo su ser se había vuelto resplandeciente. Sus zapatos azules hasta las rodillas, su falda negra y su remera estirada del mismo color, hacían resaltar su cabello púrpura y sus ojos plateados, llenos de vida. Caminaba despreocupada, con los labios rojos de tanto morderlos, y los parpados caídos, como si nada le importase poco. Su vista reclinó en mí y ambos supimos que era el comienzo de algo que el destino no nos había planeado, algo que la luna  había recuperado entre sus brazos y jamás se le escaparía. Recuerdo que muy poco me costó acercarme a ella, o más bien ella a mí.

Nuestro amor surgió con una simple mirada plateada, una simple sonrisa roja pero ambos sabíamos que duraría por toda la eternidad, aunque sea en nuestros recuerdos.

No contaré todo lo que ocurrió. Sólo recordaré las imágenes que llegan a mi memoria, como si estuvieran en una cámara y, con cada una que veo, el momento de cuando se sacó me inundara la mente.

Fue una noche de invierno –hacía ya unos meses que salíamos, pero habían sido los mejores meses de nuestras vidas–, en la que ambos estábamos en la playa, admirando las estrellas y la luna, que alumbraban las olas negras, que se acercaban a nosotros pero, justo antes de tocarnos la piel, se retiraban con miedo. Cuando ella comenzó a hablar. Su voz dulce, que hacía unos momentos estaba cantando mientras yo la acompañaba con las notas eléctricas y vibrantes de mi guitarra acústica, comenzó a quebrarse en el viento, como si estuviera a punto de llorar.

–Si fuera tu último año de vida, ¿Qué quisieras hacer? –preguntó de repente, mirándome a los ojos.

Yo quedé sorprendido ante la inmensidad de la pregunta, pero contesté sin dudar un segundo:

–Me encantaría estar con vos –hice una pausa, esperando que ella agregara algo más, pero al ver que no lo hacía, le pregunté: –. ¿Y tú?

–Me gustaría conocer el mundo. Quisiera hacer cosas anormales. Beber una cerveza alemana, con un cigarro cubano en medio de París pero en un bar dominicano. Me gustaría hacer cosas que la gente piense que yo esté loca, que piense que no soy normal. Me gustaría poder conocer gente, vivir experiencias, ser feliz, estar triste, tener hijos pero sobretodo ser libre. Me gustaría vivir.

Su rostro se alejó del mío, se dio la vuelta y miró las estrellas. La arena le marcaba las piernas desnudas, mientras el short se le ajustaba perfectamente a su cadera. La musculosa que tenía de color negro volaba con vaguesa por acción del viento marino, que era caluroso. Su cabello púrpura parecia flotar, como si estuviera despidiéndose de algo, como si quisiera alejarse antes de que sea tarde.

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