"Si recurres a la espada, ya has perdido"

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El hombre se dejó caer contra la almena produciendo un sonoro ruido cuando su fría armadura impactó contra la piedra. Apoyó la ballesta frente a él y colocó sus pies en el arco de ésta mientras tensaba la cuerda con una mano y con la otra palpaba el suelo frenéticamente en busca de algún virote.

Levantó la cabeza justo para ver como otro de sus compañeros caía inerte a unos metros de él. El olor del fuego, la sangre y otros desagradables aromas del cuerpo humano conformaban un ambiente saturado, y la fría brisa de la noche era ahora el toque gélido de la muerte. Cada bocanada que Daniel daba era en su mayoría el aire que escapaba de los pulmones de otros soldados muertos, los cuales se vaciaban a la par que el cuerpo perdía calor.

El suelo del muro resultaba peligrosamente resbaladizo en las zonas donde los enemigos habían intentado asaltar las murallas por medio de escaleras y torres de asedio.

Mirara donde mirara solo veía centenares de soldados en una maraña de locura bélica. El color escarlata teñía la escena y la luna parecía mirar con desdén aquella escena tan puramente humana.

Daniel sabía muy bien que a su lado del muro había niños y ancianos. Pero también eran esposos, mujeres, padres, madres e hijos los que estaban armados y embutidos en armaduras.

Proyectiles de todos los tipos repiqueteaban en la piedra tras la que se protegía. Se atrevió a ladear ligeramente la cabeza y echar un vistazo, aquel mar humano seguía allí. ¿Estarían allí tan asustados como él lo estaba?

Centró su atención en recargar la ballesta con el virote que ya hacia tiempo sujetaba con su mano enguantada en cuero. Una vez recargada apoyó la ballesta en vertical contra su hombro y respiró profundamente.

¿Qué hacía él allí? En algún lugar un señor lleno de galones y sedas preciosas le había dicho a él y a otro centenar de hombres que luchaban por su país y su rey. ¿Pero quién lucharía por Daniel?

Realmente no recordaba que alguien le hubiera dado un argumento lo bastante convincente como para atravesar el pecho de un desconocido con esa brutal arma que tenía entre las manos.

El soldado se levantó y apuntó brevemente su arma hacia algún lugar en la llanura, no necesitaba apuntar demasiado cuando tenía cientos de objetivos. Apretó el gatillo y con un sonoro chasquido la ballesta escupió un virote que salió hiriendo primero al viento, y muy probablemente luego a un ser humano. Daniel se agachó apenas tiró del gatillo, a pesar de la altura de la muralla, no quería saber a quien había acertado.

Volvió a adoptar la posición de recarga y tanteo el suelo en busca de los virotes desperdigados. Notó el guante muy húmedo, como si acabara de meterlas en un río. Giró la cabeza solo para confirmar que había metido la mano en un charco de sangre creciente. Levantó un poco más la vista para comprobar que la sangre salía a borbotones del casco que protegía la cabeza de un caballero tendido sobre el suelo.

Una flecha asomaba por la visera, y en el interior solo veía sangre. A pesar de no poder ver el rostro del hombre, Daniel tenía la sensación de que aquel casco lo miraba directamente a él.

Muy probablemente conocía a aquel hombre, o aquella mujer, no lo sabia. Pero era indudable por la posición, que había muerto siendo muy consciente de que tenía una flecha atravesándole el cráneo y había sido incapaz de quitarse el casco para palpar su propio rostro por última vez. Daniel devolvió su atención al arma y la recargó con un virote.

Esa era la diplomacia suprema, la última palabra que un rey podía usar para justificarse era la vida de sus ciudadanos. Aparentemente todas las guerras están justificadas hasta cuando atraviesas el pecho de un inocente por no pertenecer a tu lado del mar. Incluso cuando quemas el hogar de otros, es para defender el hogar de uno mismo.

Normalmente estas batallas acaban con el brindis y la celebración privada de unos pocos. Pero tan solo Muerte, Hambre y Peste celebraban su victoria en el más allá.

Eran contadas las veces que tras una guerra Daniel había notado los cambios. Y a pesar de saber que existían guerras que se libraban por la libertad, nunca había visto una.

Se volvió a levantar, y disparó de forma inconsciente contra algo que se cernía delante. Entre tanta locura, no se había percatado de la escala que habían apoyado en su sección de almena.

Pero casi pudo sentir como el tiempo se paraba al darse cuenta de que había disparado la ballesta por puro reflejo contra un soldado que en ese momento se encontraba encumbrando el muro.

No, no era un soldado. Era un joven, con una armadura de placas y un casco parcial que no le cubría el rostro. ¿Un caballero asaltando el muro sin casco integral? Era como si alguien quisiera acercarle a medio metro de distancia lo que estaba haciendo al disparar trescientos metros más allá.

Pudo ver el rostro de sorpresa de aquel muchacho de ojos verdes al ver el virote a unos centímetros de su cara. Daniel jamás olvidaría ese rostro, siempre lo recordaría junto con el dolor en la muñeca que le produjo disparar la ballesta tan cerca de un blanco. Aquél era un muchacho más pequeño que él, tal vez tenía diecisiete años. Hijo de un padre y de una madre, probablemente con hermanos. Tal vez antes de partir le habría prometido a una hermosa muchacha bajo la luna que volvería para ser feliz junto a ella.

Tal vez tendría un amigo al que debería una ronda en la taberna, tal vez un perro al que alimentar.

Aquel muchacho tenía una vida, era ser querido para muchos y desconocido para Daniel. Pero ahora, un virote de ballesta involuntariamente disparado le hacía crujir el cráneo. Ese sonido se transformaría en unos padres llorando la pérdida de su hijo y un niño la de su hermano mayor. El sonido de una joven llorando desconsolada en su habitación cada noche, un amigo sentado solo en una taberna y un perro aullando a la luna por la vuelta de su amo. Y también se convertiría en el choque de dos copas de plata al brindar en el salón de algún palacio

Daniel sintió como un trozo de hueso del cráneo de su supuesto enemigo le golpeaba y le hacía un corte en la mejilla, la sangre le salpicó para recordarle que era el creador de aquella horrorosa escena. No fue consciente, pero había dejado caer la ballesta y alargado la mano para agarrar el cuerpo destrozado de aquel muchacho que, con la fuerza del golpe, salía despedido hacia atrás. En vano, pues sus manos resbalaron por la pieza de armadura del pecho al intentar agarrarlo.

El cadáver cayó al vacío mientras recordaba su paso con un reguero de color escarlata.

No existía territorio, título o país que tuviera aquel precio. No existía intercambio equivalente, no se cumplían las reglas de los libros sagrados.

Aquello era tan solo el último argumento de los reyes.

El último argumentoWhere stories live. Discover now