SIRENAS - Capítulo 8

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Durante toda la noche, el último vehículo de la sección a las órdenes del teniente Herrero atravesó las dunas a una velocidad frenética. En dos ocasiones estuvieron a punto de volcar, pero eso no les hizo aminorar la marcha. El miedo es siempre un eficaz acicate.

Pero la biología del cuerpo humano es indiferente a cualquier tipo de miedo. Apenas una hora después de amanecer, hicieron un alto para estirar piernas y vaciar vejigas.

A pesar de todo lo ocurrido en los últimos días, el pudor hizo que el teniente Herrero se alejase unos metros, hasta quedar semioculto tras una pequeña duna de pendientes suaves. Lo prefería así antes que hacer sus necesidades delante de sus hombres. Aunque el sentimiento que lo impulsó a ello no era tanto el pudor como la angustia.

Tras acabar no volvió de inmediato al BMR. Se quedó mirando el horizonte durante unos momentos. Los ojos entrecerrados para protegerlos de esa terrible luminosidad que, a pesar de lo temprano de la hora, inundaba ya el desierto.

Un infinito mar ondulado se extendía hasta donde la mirada del teniente podía alcanzar. El horizonte era sólo la cresta de otra línea de dunas.

El desierto. Ese maldito desierto al que había llegado por primera vez en su vida hacía apenas una semana, pero al que ya odiaba con toda la fuerza de su alma; con todas y cada una de las fibras de su ser.

Se sentó en la arena, casi dejándose caer, las piernas dobladas bajo el cuerpo. Agachó la cabeza y hundió la cara entre las palmas de las manos.

Esto no tenía que haber pasado. Era injusto. La misión no tenía que haber terminado de esta manera. Levantó la cabeza y dos gruesas lágrimas abrieron sendos surcos en la arena y en el polvo que cubrían sus mejillas.

Recordó lo contento que se había sentido cuando le asignaron el servicio. Lo orgulloso. Era una misión secreta, arriesgada desde luego, pero relativamente fácil. Sólo la conocían los altos mandos del ejército español y algunos oficiales americanos. Consistía en una incursión rápida y efectiva. Abandonaron la base americana en Arabia Saudita a bordo de un gigantesco avión de transporte militar que los dejó a pocos kilómetros de la frontera, en el interior de Iraq. Su objetivo era alcanzar uno de los principales oleoductos que cruzaban el país. Volarlo en pedazos y acabar con la resistencia que pudiesen encontrar, que fue poca, como los informes de inteligencia vaticinaron. Esta y otra docena de incursiones similares servirían como cabeza de puente de la gran ofensiva que los americanos preparaban para unos días más tarde.

La misión fue todo un éxito. El oleoducto quedó destruido por completo. Rápido y efectivo. Sin una sola baja. Tan sólo un herido. Herrero sabía que se encontraba en un momento crucial en su carrera. Comprendía que, a la vuelta a España, el ascenso estaba asegurado. Ya se veía a sí mismo con las tres estrellas de capitán sobre sus hombros. Y quién sabe, quizás en un futuro no muy lejano conseguir la estrella de ocho puntas de comandante de infantería.

Tenían que regresar por tierra, a través de una enorme extensión deshabitada por completo. Tardarían cuatro o cinco días en volver a la base, pero de esa manera evitaban encontrarse con gente, ya sea civiles o militares, amigos o enemigos, que pudiesen atestiguar su presencia en la contienda.

Pero al segundo día estalló la maldita tormenta de arena. Durante tres días estuvieron sumergidos en una sopa espesa que los desorientó y los llevó al borde de la extenuación. Acabaron perdidos y desperdiciaron un tiempo precioso. Entonces decidieron atravesar el mar de dunas. Había sido la peor decisión de su vida.

Pues en las dunas habían encontrado el horror. Un horror que, a pesar de los hombres que había perdido, Herrero era incapaz de nombrar o definir.

SirenasWhere stories live. Discover now