Prólogo

3.8K 191 14
                                    


Prólogo

Me gustaba mirar a los hombres. Hombres de todo tipo, de todas las razas, estaturas, fisonomías. Algunos guapos, otros feos, algunos gordos, otros flacos. Todos me parecían, de algún modo, interesantes. Y es que la raza masculina para mí era una gran incógnita. Quería entenderlos. Descubrir que pasaba por sus cabezas.

Para mí, había algo claro: el sexo era importante para ellos. Mi querido ex, así me lo había demostrado. Y por eso decidí meter a todos en el mismo saco.

Yo, al igual que miles de mujeres del planeta tierra, sufría eso a lo que llamaban "corazón roto", como la canción de Alejandro Sanz. «Pablo me había dejado por no complementarlo...»

Sorbí del café y recordé las palabras de mi, hasta ese entonces, novio.

—Eres perfecta, pero no me complementas en la cama. Lo siento, esto no funciona.

Y así, con esa frase y dándome cinco días para abandonar el piso que compartíamos, es como terminó mi relación de cuatros años. Obviamente me sentí como un complemento inservible. Bueno, al menos en la cama.

¿Realmente era tan mala en cuestiones de alcoba como para dejarme por ello? Llegué a la conclusión de que sí, lo era. Jamás había practicado nada fuera de lo corriente, y por corriente me refería a: el misionero, luz apagada y tapados con una manta.

Durante semanas lloré como una magdalena, acompañada de enormes tarrinas de helado con sabor a dulce de leche. Comencé a ver películas porno, completas, con la intención de instruirme en el tema. No obstante, las películas en lugar de remover mis hormonas y ponerme a tono, me habían hecho llorar aún más. Aquellas mujeres de senos descomunales, vaginas exactas, plataformas de unos veinte centímetros y uñas que parecían garras, eran expertas en la materia, mientras yo, una licenciada en periodismo, no sabía ni lo que era un dildo.

Empecé a creer que era una inútil en cuestión de sexo, ¡con veinticinco años! Mi abuela y el cura del pueblo estarían orgullosos de mí. Bueno, quizás no tanto, no iba a llegar virgen al matrimonio. Y eso suponiendo que algún día consiguiera casarme.

Gracias a mi mejor amigo y a mi hermana, superé la primera etapa de la ruptura: la negación.

Sí, me había negado a creer que aquel fuera el fin de cuatro años con mi adorado Pablo. Quise pensar que si me documentaba en lo que fallaba, él me daría una nueva oportunidad. Sin embargo, mi amigo y mi hermana me sacaron esa idea de la cabeza. Marco, quien no parecía romper un plato y rompía la bandeja entera, y Ana, la seria y cabezota de mi hermana, permanecieron a mi lado, ofreciéndome pañuelos de papel, helado o sus hombros para llorar. Ana me reñía y me hacía entrar en razón, Marco me hacía reír y me consolaba. Y aunque eran dos polos opuestos, de opiniones totalmente diferentes, por una vez coincidían en algo: Pablo era gilipollas. Y luego dejaron claro que yo también lo era por seguir defendiéndolo. No se lo iba a rebatir a ninguno, yo misma estaba llegando a la misma conclusión.

Más tarde, llegó la segunda etapa: la ira. Y no solo por Pablo. No. Sino con todo y todos los que se antepusieran en mi camino. Yo, que nunca me cabreaba o decía una palabra más alta que la otra. Yo, que tenía una paciencia infinita. Yo, que siempre disponía de una sonrisa, me había transformado por completo. Me convertí en un ser irascible, rencoroso y antipático. A cada segundo me daban ganas de golpear cualquier cosa, imaginando el rostro de Pablo.

Y justo en esta etapa me encontraba mientras atravesaba el cristal de la cafetería, mirando a aquellos seres que durante siglos, se había considerado superiores por el simple hecho de tener algo colgando entre las piernas.

Hombres... ¿Quién los entendía? ¿Ellos mismos se entendían?

Un golpe al amorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora