La mina de los 100 cadáveres - Capítulo VIII (8)

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Al día siguiente... en la mina...

—Cuando toques el suelo, bajamos el generador y los focos; después las herramientas y, por último, vosotros... ¿De acuerdo?

Dimitri, atado a una cuerda y medio colgando por el agujero que Cintia se había caído, daba instrucciones a su hermano. Desde su aparición quedó claro que se encargaría del trabajo pesado y de la seguridad del equipo, y ese hecho alivió bastante los nervios de todos. Él y su hermano eran igual de fuertes y compartían los mismos rasgos dominantes. Uno podría pensar que eran gemelos si no llegaba a acercarse para observarlos con más detenimiento, aunque quedaba bastante claro que eran familia.

—¡Vamos, Kiro! Ve bajándome las cosas.

Pocas horas más tarde, todo estaba colocado y listo para ser utilizado. El equipo por completo se encontraba dentro de la mina. Samuel empezó a sacar unas fotos y los destellos del potente flash despejaban la capa oscura durante un segundo, revelando algunas partes de la mina.

—¡Puedes dejar de hacer eso! —instó Cintia.

—Lo siento...

Kiro ajustó los botones del generador, comprobó que tuviera suficiente gasolina, toqueteó un par de interruptores y tiró con fuerza del cordón de arranque. Al instante, los focos se encendieron y el interior fue revelado.

—¡Ohhhhh, Dios santo!

Cintia se tapó la boca, Michelle la abrazó con fuerza y los demás se santiguaron. Un fuerte olor a carbón quemado surgió de repente y una brisa helada recorrió sus cuerpos. Tres decenas de cuerdas, atadas en las vigas medio podridas de madera, una tras otra, soportaban los esqueletos de treinta mineros que se habían ahorcado, siendo sus desgastados ropajes una especie de costura que mantenía algunos de los huesos unidos. En otra esquina más oscura, las calaveras de una docena de hombres estaban apiladas frente a lo que parecía ser un soporte de madera para apoyar la cabeza junto a dos afiladas palas que utilizaron como hachas y que aún era fácil distinguir el oxidado color púrpura de la sangre que se había adherido a ellas. Las marcas de calcinación resultaban demasiado evidentes para los expertos antropólogos, entendiendo rápidamente que lo único que pretendían era aliviar su dolor, decapitándose. El amasijo de huesos, telas y herramientas que estaban apiladas en la entrada de uno de los túneles, debía de tratarse del resto de obreros que murieron durante la explosión. Hace más de cincuenta años, el dolor, la angustia y la desesperación se apoderaron de ese lugar. Y su presencia se sentía aún en el ambiente.


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