Capítulo 3

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Unos meses antes de mi cumpleaños 18, Frank y yo fuimos a una reunión en casa de su prima Laura. 

–Miren –dijo Laura con su chillona voz de quinceañera, les presento a Marisol y Maribel.

–Marisol Montes Luna –saludó muy formal, extendiéndome la mano y con una sonrisa muy dulce.

–Hola… Maribel –dijo la hermana.

–Ustedes son hijas de la señora Margarita, ¿verdad? –preguntó Frank muy natural mientras a mí ya comenzaban a sudarme las manos.

Ambas asintieron.

–Ya las conocíamos –agregó dirigiéndose a Maribel–, pero no habíamos tenido oportunidad de platicar.

Marisol tenía 16 años y Maribel 15, y ambas habían heredado la belleza de su madre, aunque Marisol era alta y delgada, de cabello casi castaño y ojos color miel, y Maribel más bajita, de cabello negro y con un cuerpo más escultural como el de su mamá, además de que ella tenía también un ligero parecido a su papá. Marisol, en realidad, no se parecía nada a él.

En un mes mi amigo se hizo novio de la hermana menor y yo trataba de armarme de valor para declarármele a Marisol, la mayor, pero a pesar de la ayuda que Frank y Maribel me dieron para que ella se interesara en mí y de que me aseguraron que sólo esperaba a que yo diera el paso decisivo, cuando estaba a punto de hacerlo se me bloqueaba la mente, me sudaban las manos y se me cerraba la boca con un invisible y efectivo candado que no me permitía decir ni media palabra.

–¿Me ibas a decir algo? –me preguntaba cuando nos quedábamos solos en el sofá de la sala de su casa o cuando íbamos caminando por la calle después de haber ido a recogerlas a su escuela. Se me humedecían las manos y entonces me salía una tontería:

–¿Ya fuiste a ver Fiebre de Sábado?

Ella hacía una mueca de desesperación y soltaba un largo y sonoro suspiro, puesto que eso ya se lo había preguntado como 20 veces.

Marisol tenía otro pretendiente que la asediaba: Manolo. Este tipo con carro último modelo, que vestía a la última moda y que hasta tenía un traje blanco igual al de John Travolta, era un cretino que ya se le había declarado 2 veces, sin éxito, porque según me dijeron Frank y Maribel, ella estaba esperando a que yo me decidiera.

Un día que sus hijas estaban ocupadas haciendo tarea y Frank y yo esperábamos a que terminaran, la señora Margarita (o nalgarita, como le decíamos en honor a sus redondos y muy bien proporcionados glúteos), nos estaba acompañando.

–¡Ándale Eddy! –me dijo–. Aviéntate ya de una vez, yo sé que te va a decir que sí.

–¿Verdad que sí señora? –reforzaba Frank.

–Sí, no seas tímido. A mí no me gusta Manolo para yerno, me gustas tú.

Pero cada que lo intentaba, me quedaba literalmente mudo o lo que me salía de la boca eran puras tonterías, por lo que se me fue la oportunidad. Manolo lo intentó por tercera vez y como dicen que «la tercera es la vencida», Marisol le dijo que sí y yo quedé como un idiota… y en realidad lo era.

–¡Cómo eres pendejo! –me dijo Frank.

–De todos modos no me gustaba mucho. –Intenté mostrar la mayor indiferencia posible.

Él movió la cabeza hacia los lados e hizo una mueca de disgusto.

–¡Además de pendejo, mentiroso!

Una semana antes de mi cumpleaños 18 y dos días después de haber sido reemplazado por Manolo, fui a visitarlas para ayudarle a Maribel con la tarea de biología. No es que la biología fuera mi fuerte, pero como dije, era todo un nerd y siempre sacaba buenas notas en todas las materias. Al terminar, Maribel se puso a ver televisión con Frank y Manolo se sentó a lo mismo al lado de Marisol, abrazándola con ambos brazos y volteándome a ver con sus pequeños y miopes ojos como si quisiera decirme: «es mía, te la gané por pendejo». No me interesaba seguir viendo cómo me restregaba en la cara mi maldita derrota y comencé a despedirme, pero de alguna manera terminé platicando con la señora Margarita en el sofá.

Me regañó por haberme dejado ganar por el estúpido de Manolo y me dijo que ésa seguía siendo mi casa y que podía ir cuantas veces quisiera a visitarlos. Durante la conversación salió el tema de mi cumpleaños.

–¿Ya cumples 18? –me dijo muy entusiasmada y con su hermosa y permanente sonrisa.

–Sí –admití con timidez.

–¿Y te van a hacer fiesta?

–No –respondí algo triste–. Mis papás van a tener que hacer un viaje a Los Estados Unidos para una conferencia de psicología y van a estar fuera todo ese fin de semana. Yo creo que voy a estar en mi casa nada más.

–¡Ay, pobrecito! –añadió en un tono muy maternal y me abrazó, provocando una enorme erección bajo mis pantalones. El erotismo que desprendía era tan fuerte  que el simple contacto con su piel era suficiente para excitar a cualquiera. Yo me puse muy rojo y ella me sonrió y me acarició suavemente la mejilla. ¡Por poco me desmayo!

No volví a ver a la señora Margarita, ni a sus hijas, hasta el 26 de noviembre, el día de mi cumpleaños, ese día en que cumplí la mayoría de edad y mi vida cambió totalmente y para siempre.

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