Malas noticias

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Nueva York

Sábado, 7 de septiembre de 2148

El sol que penetraba por la ventana despertó a Jennifer. En un primer instante, no recordó los acontecimientos del día anterior, pero cuando Tom se acercó y le acarició, y vio la cicatriz en la oreja caída, todo volvió de golpe a su mente. Se levantó de la cama de un salto.

Era demasiado temprano para llamar a Michael; probablemente la noche anterior habría salido a celebrar el éxito obtenido por la vacuna contra el virus. Si no hubieran conseguido hallar el antiviral, habría tenido que pasar el fin de semana en el laboratorio. Por suerte la situación de emergencia había pasado y podía tomarse el sábado para sí misma… para ella y para su hermano, claro.

Se preparó un café y puso la televisión. En los informativos ya estaban anunciando las últimas novedades de Kronos —al parecer, no habían tardado mucho en dar aviso a la prensa— mientras se veía un nutrido grupo de ciudadanos de Washington con cara de esperanza junto a un control militar, el mismo que les impedía abandonar la ciudad. Su pensamiento de que a lo largo del día podrían ser libres como pájaros era evidente; desgraciadamente, producir un antiviral en masa no era algo que se hiciera de un día para otro, amén de que, una vez inoculados, pasarían varios días antes de que la cuarentena se levantara.

Desde luego, había que reconocer que la rapidez con la que Kronos había dado respuesta a la amenaza supondría un empujón muy importante para la empresa; aquella catástrofe les iba a resultar a la larga muy beneficiosa.

«No —pensó—. Quítate esa idea de la cabeza, chica».

Sus pensamientos se interrumpieron al escuchar la siguiente noticia.

Hace apenas una hora, en Wallabout Bay, ha sido encontrado el cuerpo de un hombre de mediana edad. Al parecer, según los responsables del departamento de policía, el móvil del crimen pudo haber sido el robo…

Un atraco y un asesinato. Nada que ver con ella, en principio. Entonces, ¿por qué le recorrió un escalofrío por todo el cuerpo?

***

Michael se levantó bien entrada la mañana. No es que fuera la mejor fiesta en la que había estado nunca, pero seguramente sí era en la que más había bebido. Por eso tuvo la precaución de bajar del todo las persianas de su apartamento antes de acostarse, aunque antes o después tendría que enfrentarse a la chirriante luz del sol. «Mejor después que antes», pensó.

Se dirigió hacia la cocina americana, abrió la nevera y dio un profundo trago al brick de leche que estaba a punto de terminarse. La tenue luz del aparato ya le molestó, así que no parecía buena idea enfrentarse a la claridad del día por el momento. Sin embargo, incluso a través de las ventanas cerradas a cal y canto y las persianas bajadas llegaba a colarse el jaleo de la calle. El Lower East Side no era una zona especialmente ruidosa por lo general; los sábados por la mañana, la cosa cambiaba…

A Michael le hubiera gustado escoger un apartamento en otra zona de la ciudad; con su CIL hubiera podido permitírselo permitido, desde luego, pero socialmente estaba mal visto que los distintos grupos étnicos se mezclaran. Ya había tenido que pasar por eso varias veces a lo largo de su vida. Cuando aún vivía con sus padres en la Alianza Europea, de donde emigraron el año en que cumplió los seis, hubo un tumulto en su barrio. Era un barrio normal, muy pequeño, en el que los judíos convivían con el resto de la comunidad. El ruido de los cristales rompiéndose, los gritos y súplicas que oyó, se quedaron grabados en su memoria. Así que al llegar a Nueva América sus padres decidieron pasar desapercibidos y se instalaron en una comunidad —o gueto, según como se mire— exclusivamente judía, aunque a la larga eso tampoco facilitó mucho las cosas…

La amenaza - Primeros capítulosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora