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Capítulo 3: Los Siete Ángulos

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La blancura del techo me cegó por un instante

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La blancura del techo me cegó por un instante. Cuando recuperé la visión, comprobé que me encontraba sobre una camilla de la enfermería del instituto. Al incorporarme, sentí que algo me presionaba un lateral de la cabeza y noté un latigazo de dolor que me llegaba al cuello. Intenté rememorar lo ocurrido, pero todo me parecía una sucesión de imágenes confusas.

Jarodes apareció a mi lado en cuanto comprobó que me había despertado.

—Elisabeth, ¿me oyes? ¿Te encuentras bien?

—Creo que... s-sí —respondí, desorientada.

Me toqué donde estaba la herida. Una gasa con esparadrapo cubría la brecha, y volví a notar el dolor. Jarodes agarró mi mano, y me prohibió con un gesto que siguiera hurgando.

—¿Qué ha pasado? —Eso fue un pensamiento en voz alta. Necesitaba oír un testimonio distinto a mis recuerdos desordenados.

—Estabas practicando unos movimientos antes de empezar la clase, y resbalaste. Te diste un buen golpe en la cabeza contra la esquina de un banco de metal.

—No lo recuerdo bien.

—Lo vi todo. Estaba contigo. Dijiste que fuera a verte —continuó Jarodes.

—Pero había alguien más... —respondí con dificultad—. Estuve practicando con alguien antes de lo que pasó.

Jarodes me miró con sorpresa, pero su gesto cambió justo cuando entró Rachel Owen, la enfermera que todos conocíamos como un mesías en mi instituto. Logró salvar a más de un alumno de las típicas lesiones que producía jugar al rugby sin llevar casco, entre otras hazañas.

—Enfermera, creo que Elisabeth está desvariando. —Jarodes desacreditó lo que dije.

—Sí, he podido escuchar su versión de los hechos desde fuera —contestó Rachel con desdén.

La enfermera esbozó una sonrisa que acentuó las puntuales arrugas del rabillo de sus ojos.

—Hola, señorita Dankworth —habló Rachel—. ¿Puede usted decirme cuántos dedos ve?

—Siete. Así que ya puede ingresarme. Por lo visto estoy loca también.

—Dankworth, ¿cuántos dedos? —preguntó con reticencia.

—Dos.

—Los golpes en la cabeza suelen producir efectos de este tipo. Habrá tenido usted un sueño al perder el conocimiento, y le parecerá real —supuso Rachel.

Lancé a Jarodes una mirada asesina.

Unos tensos y silenciosos minutos más tarde, mi padre cruzó la puerta con una preocupante palidez en su cara. Dejó su maletín en un sillón de la entrada, y desajustó un poco su corbata al comprobar que mi estado era mejor de lo que esperaba.

—Señor Dankworth. —Saludó Jarodes mientras le daba un apretón de manos—: Hablé antes con usted. Soy Jarodes Atwood.

—Tú me avisaste, muchacho. Te lo agradezco. —William le dio unos toques en el hombro.

El último solsticioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora