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Él llega una noche de calor infernal.

Salgo del bendito aire acondicionado del snack bar del autocine y me golpea una ráfaga de aire que parece fuego. Me recuerda a cuando abro la puerta del horno para ver si la pizza está lista y se me queman las cejas. Tengo el cabello recogido en una coleta alta, pero los pelos cortos de la nuca ya se me están pegando al cuello empapado en sudor.

Aunque el cielo oscuro de Sacramento está despejado, la enorme pantalla donde se retransmite la última película de Spider Man emite demasiada luz sobre el parking abarrotado de coches como para que se vean las estrellas.

Me abro paso entre los vehículos, curioseando a sus ocupantes. Algunos se están dando el lote en lugar de ver la película, otros tienen las puertas abiertas o están sentados sobre el capó para aprovechar la poca brisa que corre.

En alguna parte está el coche de mi mejor amiga, pero no es ahí a donde me dirijo porque los domingos son sagrados para los Li y se pasan solo con la familia. Mi padre insiste que pasemos tiempo juntos antes de hacer planes con nadie más porque era en lo que más insistía mi madre y él cree que así honra su recuerdo.

A dos filas de la pantalla, veo nuestro SUV y el codo de mi hermano pequeño asomando por la ventanilla trasera bajada. O eso creo, hasta que estoy más cerca y me percato de que el brazo sobresale por la puerta del copiloto. ¡Mi asiento de copiloto! Aprieto los dientes, dispuesta a arrastrarlo de los pelos de vuelta a su lugar si hace falta. Y después cobrarle cada gota de sudor que me provoque.

Cuando estoy a dos pasos me parece ver la silueta de una cabeza por la luna trasera en el asiento de en medio. Frunzo el ceño, confusa. Si Bradley sigue sentado detrás, ¿quién está ocupando mi lugar? ¿Algún amigo de papá? Sería raro en el día de la familia, pero puede que haya pasado para saludar.

Rodeo el automóvil y me planto junto al misterioso visitante. Me llega un olor intenso que me trae un recuerdo que no logro identificar. Inhalo, intentando hacer memoria mientras aíslo el aroma del de comida grasienta y palomitas, pero pierdo el hilo cuando me centro en el visitante. Su rostro está iluminado por la luz que emite la enorme pantalla y gracias a eso sé que no le conozco. Analizo su perfil, el flequillo levantado de forma caótica, las cejas pobladas, los ojos verdes, la nariz prominente, los labios llenos y el mentón marcado. Todo en su rostro es agresivo y me recuerda a esas estatuas talladas en mármol por las manos expertas de un maestro obsesionado con la belleza atemporal.

El desconocido se percata de mi presencia, me echa un vistazo y arquea una de sus oscuras cejas.

Me he equivocado, no son verdes. Sus ojos son del azul del mar de Santorini cuando le golpea el sol del mediodía y tienes que entornar los tuyos para que el resplandor no te ciegue. Debe ser un efecto de la luz de la pantalla o que lleve lentillas, porque un ser humano no nace con ese color de ojos.

Al ver que me he quedado ahí parada, él abre la boca y me observa expectante. Por un momento, creo que me he confundido de coche, pero entonces registro el rostro borroso de mi padre en la periferia de mi visión. Me cuesta deslizar mi vista de la estatua humana que ahora ocupa el asiento que he dejado vacío hace unos minutos para ir al servicio, pero lo hago y le dedico una mirada inquisitiva a mi padre, a la espera de una explicación o de que me presente a su amigo. Aunque este está más cerca de tener mi edad que la de mi padre. Tal vez sea el hijo de algún compañero de trabajo o de uno de sus colegas de póker.

—¿Qué miras, mocosa? —Con esa pregunta tan brusca, el desconocido consigue interrumpir la comunicación silenciosa con mi padre.

¿Mocosa? Cumpliré los veinte antes de Navidad, hace mucho que nadie me ha llamado así. Ni siquiera a Bradley, al que le llevo cinco años, no me atrevía a insultar con tal apodo.

Tu nombre al Ocaso por Beca Aberdeen y Haimi SnownМесто, где живут истории. Откройте их для себя