2. Amores de infancia

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Christian

Al abrir la cortina de la ventana que daba a los jardines principales un gruñido escapó de mi boca; el rey había invitado a pasar el fin de semana a la familia Stone. Llevaba de los nervios toda la noche, dándole en mi cabeza vueltas al asunto de casarme con Charlotte Stone. Intentaba acordarme de cómo era ella, ¿sería guapa? ¿Graciosa? ¿Cómo voy a pasar mi vida con alguien de quien no sé nada?¿Estaría Charlotte de acuerdo con esto del casamiento? Quizás pudiéramos llegar a un acuerdo entre los dos.

Todo palacio estaba trabajando de un lado para otro, los jardineros arreglaban las flores mientras los sirvientes corrían de un lado para otro con manteles y escobas.

Los preparativos habían empezado nada más amanecer, pero nadie exigiría mi presencia hasta las dos, cuando la familia Stone entrara con su coche por la verja de hierro que separa el palacio de las calles de la ciudad.

Cuando era niño solía pasarme horas y horas pegado a esa verja soñando las aventuras que podría vivir si estiraba la mano y abría la puerta. El rey no solía dejarnos salir de palacio, habíamos tenido tutores que nos daban clase en nuestras habitaciones y cualquier otra cosa que necesitáramos estaba encerrado en las paredes de palacio.

Pero lo que el rey no pudo entregarnos nunca fue la libertad; ese sentimiento de escapar seguía vivo en mí día tras día y a la mínima oportunidad que se me planteaba escapaba de aquellas cuatro paredes.

Damien, por el contrario, nunca había traspasado las puertas de palacio sin la compañía de nuestros padres, y por más que Elliot y yo tratábamos de convencerle siempre nos contestaba con evasivas. Mi hermano pequeño era el ideal para el trono, lo que me llevaba a cuestionarme día tras día por qué insistían en darme a mí el legado de la ciudad.

- ¿Príncipe Clayton? -me sobresalté ante los golpes a mis espaldas.

Me gustaba disfrutar de la soledad, era el único momento del día donde podía ser yo. Odiaba que me interrumpieran en esos momentos que tenía para mí solo.

- Adelante Jules, está abierto.

Jules era el mayordomo que estaba al mando de todos los sirvientes y jardineros del palacio. Lo conocía desde que tengo uso de razón, siempre ha sido un hombre muy flacucho que no deja de correr de un lado para otro. De todos los hombres que vivían bajo este techo, él era al que más respetaba, más incluso que a mi padre; Jules era leal y humilde.

- ¿Te manda mi padre? -pregunté con curiosidad. Podía imaginármelo encerrado en su despacho, atacado de los nervios ante la idea de conocer a mi futura prometida. No dejaba de preguntarme si se arrepentiría de la decisión que había tomado o si mi madre habría conseguido hacerle cambiar de parecer.

El mayordomo negó con la cabeza, se retorcía las manos con fuerza y miraba a ambos lados del pasillo. Un suspiro de derrota escapó de sus labios, entró dentro de la habitación y cerró la puerta con sigilo. ¿Y los sirvientes? ¿Sabrán ellos que la visita no es más que una táctica para estrechar lazos entre lo que va a ser una futura unión entre familias de sangre real? Si algo he aprendido después de tanto tiempo correteando por palacio y escondiéndome tras cada puerta y pasillo, es que los sirvientes saben mucho más que los de arriba y siempre se enteran de todos los secretos de la familia real.

-Algo me dice que lo que voy a decirle acabará arruinando la fiesta de bienvenida de los Stone, pero estoy siguiendo órdenes.-Jules se acercó a la cama, tomó asiento y se secó el sudor de las manos contra los pantalones de su traje. Volvió a levantarse y se paseó por la habitación colocándose una y otra vez las mangas de su chaqueta.-Pero yo sé que ustedes dos nunca se traen nada bueno entre manos y no quiero arruinar la fiesta. Aunque son órdenes, y he de cumplirlas. ¿Y el rey? ¿Qué dirá si ocurre algo malo y sabe que estoy implicado?

Lujos y escándalosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora