1: La Gran Depresión

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Sobre la mesa de madera estaban los papeles que habían decidido el destino del hombre que los miraba con ansiedad, tal como si en esas hojas se encontrara un lingote de oro. Pero en esa oportunidad, para el hombre esos documentos eran incluso más valiosos que todo el oro del Banco de Inglaterra.

Protegidos por una fina carpeta de papel rugoso de color marrón oscuro, similar a la madera de la mesa sobre la que se hallaba, el observador esperaba que algún milagro se ocultara en su interior.

—¿Vas a abrirlo o no, Barto?— dijo otro hombre, un italiano de aproximadamente sesenta años que se encontraba sentado en la misma mesa que el otro. El italiano era de tez pálida pero que alguna vez fue bronceada, típico de los extranjeros que establecen Londres como su domicilio permanente. En el caso del hombre muy bien vestido, de un traje color azul oscuro casi en su totalidad, llevaba en Gran Bretaña desde que tenía catorce años, por lo que consideraba a ese país como su segunda patria, incluso más que su Italia natal.

—Espera, Marconi. Necesito un momento antes de ver lo que hay allí escrito— dijo Barto, tal y como le llamaba su acompañante italiano de apellido Marconi desde que tenía uso de razón.

Bartholomew, su verdadero nombre, estaba esperando recobrar la respiración luego de que su banquero, confidente y padrino le insistiera por segunda vez en que terminase su angustia y abriese la carpeta. De la respuesta que el Banco le hubiese dado, su futuro estaría a salvo. Por lo menos en los próximos meses.

—Creo que estoy listo. Marconi, deséame suerte— dijo Bartholomew, quien luego de un suspiro tomó la carpeta entre sus cortos y huesudos dedos, tan pálidos como el resto de su piel, y la abrió.

Sus ojos azules escudriñaban las pequeñas letras de imprenta que caracterizaban a los documentos realizados por las entidades bancarias y a los cuales él se había familiarizado luego de los últimos meses, tiempo que se había convertido en una pesadilla para el último descendiente de una de las familias más influyentes en la economía británica desde la dinastía Vanderbilt.

Desde hacía cuatro meses, la fábrica de textiles de los Goldstein había sido obligada a cerrar sus puertas por tiempo indefinido, gracias a la peligrosa y abrupta caída de los valores de la bolsa en el mercado norteamericano, en donde Bartholomew había decidido poner mayor enfoque luego del triunfo que había tenido su padre en la capital francesa. Esta situación había causado que más de trescientas personas quedaran sin empleo y por ende la producción de textiles quedara a la deriva.

Tan solo seis meses después de la grave noticia de la pérdida de sus inversiones, Barto, o Barty para los conocidos británicos, se había visto envuelto en una deuda que arriesgaba su posesión sobre la fábrica. Su padre había tenido muy buenas relaciones con el mercado asiático, pero él no había logrado lo mismo, y ahora que tenía los afilados dedos de los empresarios chinos sobre su garganta, no tenía escapatoria.

Finalmente, su mirada se posó sobre el veredicto del banco acerca de la petición de un significativo préstamo que no sólo le libraría de China, sino que existía la posibilidad de que la gloria de su familia volviera a renacer. En aquella época, muchos negocios se habían declarado en bancarrota debido a los trágicos sucesos que se habían desencadenado luego de la guerra, y él no podía creer que se perdieran todos los triunfos que sus antepasados habían conseguido justo en su turno de liderar el imperio Goldstein.

Abrió su boca en un gesto de horror cuando observó una palabra que no esperaba ver en el documento.

—¿Negado? ¿Me negaron el crédito? Pero, ¿cómo?— dijo Barty, en una voz que se quebraba por la desilusión. Esa mala noticia había provocado que los hipotéticos dedos chinos se clavaran en su cuello con más furia. Si no podía escaparse de ellos, pronto se vería hundido. Bueno, más de lo que ya estaba.

El Demonio de Bartholomew GoldsteinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora