La Divina Comedia de Jaqueline

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No tenia idea de cómo había ido a parar allí. De hecho, no tenía ni idea de dónde estaba. Me había despertado en aquel lugar frío hace bastante, por lo cual suponía que el reloj colgado en la pared no funcionaba. Habían pasado, según este, sólo diez minutos desde mi llegada. Completamente aterrada y desorientada, comencé a observar el lugar: me encontraba en un amplio salón, amueblado con objetos que parecían del siglo XVIII, como los que puedes ver en las películas de reyes con nombre de Luis. A diferencia de lo que podría esperarse de una sala con estas características, no había ni una sola tela de araña, ni capas de polvo sobre ninguna superficie. Extraño. Más que extraño: inquietante.

Que no hubiera rastro de suciedad en la habitación, significaba que estaba habitada ¿No es verdad? Pero, si estaba habitada, ¿Por qué todo parecía envuelto en una oscuridad eterna? … No, no era por las luces que me sentía así. Podía ver arder el fuego de las velas sostenidas por los antiguos candelabros sujetos a la pared, y los de la ostentosa araña dorada que pendía sobre mi cabeza. Era un halo. Eso era. Un halo, una presencia gris, que lo cubría todo y le otorgaba una apariencia lúgubre y deprimente.

¿Qué tenía esa mansión? ¿Qué hacía yo allí? Esas peguntas atravesaban mi mente como nubes de humo que se desvanecían con rapidez, sin que pudiera retenerlas más de un segundo en mi cabeza confundida. ¿Qué me estaba pasando?

De repente experimenté la inexplicable necesidad de salir de aquella habitación. Me sentía observada por seres que no era capaz de tocar o ver, sólo de sentir. Su presencia era como un frío recorriendo mi espalda.

Así, me dirigía a la otra sala de la casa cuando todas las luces titilaron tres veces al mismo tiempo y una figura masculina apareció delante de mí.

Su cabello negro descendía apenas más allá de sus hombros, pero sin embargo estaba recogido en un pasador plateado tras su nuca. Sus ojos eran profundamente oscuros y su mirada me hacía sentir vacía del todo, como rodeada de una sustancia negra y viscosa que me estaba consumiendo desde mi interior hacia fuera. La piel se veía perfecta, al igual que sus rasgos carentes de arruga o marca alguna, y si me hubiera dejado llevar por ellos, habría dicho que no tenía más de unos veintiocho años. Su atuendo consistía en un traje gris oscuro y una corbata del color de la sangre.

He de admitir que al principio, y aunque había aparecido de la nada en una habitación tenebrosa y me hacía sentir incómoda, no me asustó en lo más mínimo. Más bien, me sentí cautivada por esos penetrantes ojos oscuros. Por suerte, mis románticos sentimientos se desvanecieron tan pronto como llegaron. Mi única respuesta ante la presencia de ente diabólico semejante fue correr en la dirección opuesta, de nuevo a la lúgubre sala gris donde me había despertado, Al llegar allí, divisé una puerta de mármol blanco que no había visto antes. Corrí desesperada, deseando dejar atrás a aquel demonio, pero en el último momento sentí que mis piernas me fallaban, como si alguien me las estuviera sosteniendo, y caí hacia delante. Esperando un doloroso golpe contra la mencionada puerta, lo que obtuve fue completamente diferente: la atravesé. Pasé a través de ella. Y no de forma metafórica, como si la gigante se hubiera abierto de par en par. De forma literal: la atravesé. Mi miedo se incrementaba a cada minuto. Respiraba agitadamente, o por lo menos eso creía. No tarde en darme cuenta de que, en realidad, no respiraba. Ni un solo soplo de aire tímido salía de mi boca.

Observé la habitación a la cual había entrado. Estaba pintada de un azul marino desgastado por el paso de los años, había una chimenea y, en frente de ella, un sillón antiguo.

Una persona estaba sentada en él.

Fui hacia ella con la intensión de pedir socorro, o al menos que me dijera dónde estábamos. Me acerqué a él y le dije:

— ¡Oiga! – le grite desde donde me hallaba - Necesito que me ayude. ¡Urgentemente! –

O no me oía o era experto en ignorar gente desesperada.

— ¡Oiga! – le grité, fuera de mí, zamarreándolo - ¡¿No escucha lo que le digo?! –

— No, no te escucha. En lo absoluto -

La voz que se manifestaba detrás de mi era grave y cautivante. Como cuando alguien interesado en algo tuyo te habla de forma gentil y persuasiva.

Me di la vuelta, sólo para encontrar de nuevo, parado cerca de la puerta de mármol, al demonio de ojos negros. De forma inexplicable, no sentí necesidad de huir nuevamente, sino de respuestas.

— ¿Quién eres tú? ¿Qué hago yo aquí? – cuestioné armada de valor.

— Eres tan tierna – me respondió con su voz seductora y cargada de ironía – todas creen poder salvarse cuando llegan aquí, y eso las lleva a ser altaneras. Pero créeme, con el tiempo, te acostumbrarás. Aunque debo advertirte: el tiempo aquí pasa extremadamente lento – agregó, con una sonrisa burlona surcando su cara.

No iba a dejar que me intimidara. Para nada.

— No me has contestado -

— ¿Debería? – preguntó de forma sarcástica – Si no tuviera este puesto tan denigrante, créeme que tu alma ya ni existiría. Pero se supone que debo informarte de tu actual… situación – y entonces sus ojos negros se cruzaron con los míos – Permíteme presentarme. Soy Sebastian, tu guardián. Bienvenida al purgatorio.

Si digo que en ese instante quedé petrificada y muerta, irónicamente hablando, de miedo, es poco.

— Quieres decir... – empecé a decir, titubeante.

— Que estás muerta, bajo tierra, a tu cuerpo se lo comen los gusanos. ¿Entiendes o sigo? -

“Vaya sensibilidad” recuerdo que pensé en ese momento. Me sentía desfallecer, por lo cual me apoyé en el sillón, y dirigí de nuevo mi atención al hombre que no me había respondido.

— ¿Y él? – le cuestioné al demonio – ¿Que tiene?

— También está muerto. Pero no es sólo su cuerpo el que se pudre, sino que su alma se aleja: está más cerca del infierno que de aquí mismo. -

Me aparté del sillón, en un intento de alejarme de mi propio e inminente destino.

— ¿Cómo salgo de aquí? -

— ¿Salir? – el demonio rió exageradamente – Nadie sale de esta mansión, ¿Para que crees que está el guardián? -

— No me refiero a la mansión, sino al purgatorio, imbécil -

— Vaya boca – comentó con una actitud sorpresiva sobreactuada – Bien, sólo hay dos maneras de salir: haciendo el mal, con lo cual te convertirías en un demonio; o que recen por ti para que encuentres la luz que te llevará al cielo – y en este punto extendió sus manos como si alabara a alguien en particular, sin perder su seductora actitud sarcástica – Yo personalmente descartaría la segunda opción teniendo en cuenta tu caso, Jaqueline.

Me siento en la obligación de explicar el por qué Sebastian me dijo eso en ese momento. La cuestión es que soy atea. O algo así. La verdad nunca me molesté en ponerle un nombre determinado a mi no creencia. Mi familia pensaba igual a mí, y también mis amigos. Conclusión: no hay nadie que rece por mí.

— Diviértete – me dijo mi demoníaco anfitrión antes de atravesar la puerta igual que yo lo había hecho anteriormente, dejándome sola con el hombre ido en sus pensamientos.

Ha pasado tiempo desde aquel primer día en el purgatorio. No puedo especificar cuánto, pues los días aquí parecen no pasar nunca.

En lo que va de mi estadía, pude averiguar por qué vine a parar aquí: según Sebastian, las almas permanecen un tiempo como dormidas, en un estado latente, hasta que se decide su destino final. En ese tiempo, son como hojas las cuales los vientos del destino llevan adonde soplan. Así, los azares del destino hicieron que mi alma terminara aquí.

Honestamente, ya no tengo miedo de Sebastian, el demonio de ojos oscuros, o de las almas que, al igual que yo, vagan con un débil deje de esperanza por la lúgubre mansión gris, deseando llegar a la luz.

La Divina Comedia de Jaqueline ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora