A la primera persona

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A la primera persona que vea debería escribirle algo.

Eso fue lo que pensé al salir de casa abrigado hasta el cuello y con el cabello enmarañado que incluso sería difícil peinar con un rastrillo.

La psicóloga ha dicho que el ejercicio motivacional de esta semana es hacer sentir bien a otros, y que la satisfacción de hacerlo me llevará a un paso adelante en mi recuperación.

Por eso, desde temprano, he tomado mi cuaderno de notas —hojas rayadas, por supuesto, porque soy pésima para mantener mis oraciones trazando una línea derecha e imaginaria solamente—, he cogido el lápiz de minas amarillo, él último obsequio de Surian antes de irse de este mundo, y me he propuesto hacerlo a la antigua.

Podría haber optado por escribir un mail, o redactarlo en algún programa de notas, o en el celular, o solo mentir y decir que lo había hecho pues no era estrictamente necesario que la señorita Muller lo leyera, pero si algo me había enseñado Surian antes de partir, era a no mentir.

Él era ese tipo de persona que odiaba las mentiras y yo era el tipo de novio que apoyaba eso al mil por ciento porque una relación en la que no existe la honestidad, tanto dentro como fuera, pecaría de ser real. 

Y, bueno, él pecó a medias voces. 

Pecó diciendo que odiaba los condimentos tanto como las decoraciones de los pasteles; pecó diciendo que las películas de terror no le ocasionaban nada cuando evidentemente era el primero que saltaba y gritaba de la nada.

Pecó diciendo que estaba bien y que era feliz, y que los malos días no existían en él.

A la primera persona que pasa delante de mí, corriendo apresurado hacia el metro, le digo que no es así, porque es posible que piense de esa forma a juzgar por su expresión estresada.

Sí que hay malos días.

Hay pésimos días.

Y hay días que ni siquiera deberían ser llamados días, solo pesadillas.

Pero, hey, detente un poco y respira hondo.

Por lo que sea que luchas, lloras y sufres, va a valer la pena.

Este lado incomprendido de nosotros, que creemos que a nadie le importa, te digo de una vez que los ratones me han escuchado y han dicho "ven".

No somos las únicas criaturas de este mundo, y hemos vivido equivocados pensando que sí.

Por eso, Surian, debió haber hablado hasta con las margaritas. Yo también lo hago de vez en cuando, y justo ahora escribo cartas extrañas para personas extrañas.

Pero él también fue un extraño antes de haberse acercado a mí. Todos somos desconocidos al llegar al mundo, y las relaciones que creamos son obras nuestras y no del destino, así que, al oficinista desesperado, al pasante agobiado, al músico independiente, a la bailarina lesionada, al niño que quiere ser abogado, escribo para ellos las mismas palabras que debí haberte dicho, a ti, Surian, pero que nunca te dije.

La vida es dura y los boletos para el andén de la felicidad parecen ser restrictivos y estar contados solo para unos cuantos, pero está bien.

No ha sido culpa tuya.

Lo has hecho bien, Surian.

Lo has dado todo, solo que el mundo no te supo responder.

A las sombras y a las huellas que dejaste, les digo que está bien.

A la primera persona que vea, a todo aquél que necesita aliento le escribo y le digo lo siguiente:

Lo has hecho —y lo sigues haciendo— increíblemente bien. 

Así que, Surian, hasta que te vuelva a ver, hasta ese entonces, espero que te encuentres pleno, sabiendo que lo que hiciste estuvo bien.

Así que, Surian, hasta que te vuelva a ver, hasta ese entonces, espero que te encuentres pleno, sabiendo que lo que hiciste estuvo bien

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