XIII. Mircea, la señora que guarda la entrada

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Una gatita saltó desde el peñasco internándose en la espesa niebla que cubría la garganta, creada milenios atrás en la falda del volcán. La gatita cayó en la cuenta de que todo estaba gris a su alrededor, olfateó el aire buscando la suave brisa correr, y se dirigió en aquella dirección. Era una extraña gata, de pelamen rojizo, un rojo ígneo, muy bonito y muy lacio, pero demasiado peculiar para tratarse de una gata de verdad. Anduvo sigilosa entre la niebla, sorteando los helechos que se elevaban varios metros del suelo, entre los laureles y las rocas cubiertas de musgo. Aquel lugar parecía idóneo para un cuento, si fuera real, no podría ser tan tenebroso, pero la gata no estaba asustada, sabía bien lo que buscaba y que allí lo encontraría. Notó el cambio de presión, y la niebla clareó un poco al ir descendiendo la garganta. La tierra era corrediza, arcillosa, en aquel lugar que tan pocas veces veía la luz directa del sol, pero con agilidad felina fue descendiendo entre rocas y vegetación hasta dar con el círculo de piedras, al fondo del desfiladero. Se trataba de un sitio muy silencioso, de aire cargado, en el fondo de aquel lúgubre lugar, donde hacía tiempo que nadie se atrevía a ir. Pero allí estaba ella, como no podía ser de otra manera. Una figura sobre una de aquellas rocas se giró al escuchar llegar a la gata.

–Hola Lyda de Lis, soy Mircea –dijo la mujer elfa sentada en las rocas. Vestía una túnica gris que se confundía con la espesa niebla, y acariciaba con suavidad el musgo de las piedras en que se sentaba, disfrutando de su roce. Tenía el cabello gris también, muy largo, coronado con unas ramitas de laurel enredadas.

–Hola, Mircea, Señora que guarda la entrada. Venía buscándote. –dijo la gatita roja–. Necesito que me ayudes. He de dar con aquél que habita el más allá, con el demonio que ha robado lo que más añoro.

–Sé quién posee el alma de tu amante, Lyda, pero no será sencillo convencerlo de que la libere. Aquél que vende su alma a un demonio debe saber que la eternidad es un precio muy alto a cambio de lo que ha pedido. Ten cuidado si estás planteándote cruzar esa puerta.

Lyda recapacitó sus palabras. Pensó que si ya de entrada la conversación adquiría tal cariz, debía mostrarse ante aquella bruja lo más sincera posible. Así, la gatita se acurrucó hasta convertirse en una bola de pelo rojo, y fue creciendo y creciendo hasta adoptar la forma de la joven Lyda, y se encorvó hasta sentarse sobre otra roca cubierta de musgo, frente a la bruja elfa. –Mircea, he venido a pedirte ayuda. He encontrado la llave para alcanzar al demonio que posee a Dristan, y creo saber cómo liberarlo.

–¿Cómo crees que engañarás al Señor del Engaño? No eres ni aprendiz de la mentira, tu corazón emana una dulzura que Gingoen deseará consumir en un eterno castigo. Esta criatura es antigua como el Mundo, se alimenta de la Impotencia, de la desesperación y de los momentos bajos. Y me temo, Lyda, que tú has caído en su red, te has doblegado y has creído saber cómo engañarle. Pero te equivocas.

–Pero todo me dice que lo haga. Dristan, el Lunariu, Sebah... Todo ha venido a mí para que lo intente.

–Sabes, Lyda, el destino tiene curiosas razones para jugar como juega. Tú, yo, Gingoen, Dristan, el duende y el Lunariu son sólo sus herramientas para alcanzar un fin.

–¿Qué fin debe alcanzar el destino? Si todo se ha dicho ya en algún momento, si no puedo evitar que ocurra lo diferente, ¿por qué no jugar a su juego? ¿Por qué no intentarlo?

–Oh, sí, pequeña bruja de la Magia Mutable. Lo intentarás. Tantas veces como necesites hasta conseguirlo. Porque así se ha dispuesto. Pero éste no es el momento para conseguirlo.

–¿Cuándo lo será? ¿Qué debo hacer?

–¡Ni yo lo sé! Y que Ivette, Diosa del Destino, me libre de saberlo hasta su debido momento. No me gustaría acarrear con la carga que acabó con ella, haciéndola abandonar este Mundo para siempre.

–¿Y cómo lo sabré?

–No te preocupes, Lyda –dijo Mircea, mientras se ponía de pie. Sus pies desnudos se hundieron en la barro, y sonrió, como si le agradara aquella sensación. –Lo sabrás. O no. Pero ocurrirá. Y será entonces cuando llegue Gingoen, el Demonio Resentido imaginado en la Impotencia de Orfgod.

Lyda la miró extrañada. Todos aquellos nombres no le decían nada absolutamente. Ella sólo quería estar con Dristan, y no podía. Era cuanto necesitaba saber.

–Dime, qué debo hacer.

–No. Éste no es el momento. Porque si lo fuera, no estaríamos aquí, pues aquí no se encuentra la entrada que necesita el demonio para venir. Ésta sigue cerrada. Es más, joven bruja de la Magia Mutable, posees el Lunariu. En él viene dicho todo cuanto está por acontecer. En él dice que éste no es el momento. Él te guiará en este camino.

–¿Dónde debo ir?– Preguntó Lyda consternada.

–A la boca del volcán, a lo alto de la fortaleza o entre la maleza. La puerta puede manifestarse en cualquier lugar. Ya lo sabremos. Pronto lo sabremos. –La elfa hizo un ademán de marcharse–. Poseer el Lunariu es más de lo que muchos han logrado por conseguir su destino. Si lo tienes en tu mano, es que te encuentras cerca de la entrada. Él es la llave de la puerta. Ahora sólo debes hallar el camino que recorrer hasta ella.

Lyda miró al suelo. Las primeras huellas de Mircea sobre el barro fueron surgiendo mientras se alejaba, y la niebla fue volviéndolo todo borroso. –Espera. No te marches aún. Dime qué hacer ahora.

–Desconozco lo que debes hacer, Lyda. Incluso lo que debo hacer yo. Pero sé que volveremos a encontrarnos. Sólo te pido que tengas cuidado. Hay quien trata de cambiar las cosas. Ya estuvo aquí, y le pedí que dejara de intentarlo. Pero la tenacidad de algunos puede ser fatal para todos los demás.

–¿Te refieres a la Dama Negra? También me atacó a mí.

–¿También a ti? Ha terminado con muchas brujas, en un intento por detener esto. Su última víctima fue Luliana, la bruja de la Magia Animal. No fue rival para ella, y hoy ya no existe. –Mircea recapacitó, tratando de unir el hilo conductor–. Pero yo no he dicho que me atacara... –le contestó al fin–. Ella sólo vino a rogarme que abandonáramos esta empresa. Pero bien le dije que no había empresa que parar, pues ya estaba completa. Que nada podría evitarla. –Dio unos pasos más–. Huye de ella, pues si lograra su objetivo, la Luna nunca volvería a surgir en el cielo, las últimas páginas de tu Lunariu no tendrían sentido, y la vida que conocemos dejaría de existir, para diluirse en el Caos, que lo consume todo.


Lyda, tras aquel discurso, se quedó con la boca entreabierta, en silencio, viendo marchar a la elfa. Cuándo se hubo internado en la niebla, se sintió sola, muy sola, y entonces regresó a donde Sebah la esperaba con el Lunariu. Ahora tenía claro que debía intentarlo.

Historia de una estatua de piedraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora