IX Autorretrato

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Cuando Lyda despertó se dio cuenta de que todo lo sucedido había sido real. Ahora estaba sola, bueno, tenía a Sebah, que aún dormía acurrucado junto ella. Lo observó detenidamente, era una criatura asombrosa. Pero sin la guía de su madre, la Señora de la Magia Mutable, debía encontrar ella sola el camino, la forma de ayudar a Sebah, y lo más importante aún, ser fuerte para afrontar su destino. Ahora sabía que alguien estaba cazando a las brujas. Estaba segura de que vendrían a por ella. Se recostó pensando en su madre. Es cierto que no había sido buena madre, siempre pensando en ella misma, pero le había enseñado, aun así, mucho de la Magia Mutable, y de cómo utilizarla.

Cuando el don apareció, Lyda era muy pequeña, y su madre le explicó bien su significado. Su paciencia jamás fue considerada, pero fue buena maestra. Le enseñó grandes cosas, y Lyda pudo comenzar a aprender por sí misma. Ésa era, en realidad, la tarea del maestro, que el aprendiz pudiera valerse por sí mismo, crecer, mejorar. La Señora de la Magia Mutable ya no estaba, ahora Lyda era quien debía controlar aquel poder.


La falda del volcán ofrecía pocos días soleados, pocos días como aquél. Las nubes, que atravesaban el continente velozmente, se detenían al toparse con la montaña más alta de aquel mundo recóndito. En torno a ella se establecían, y aquél que ascendía la empinada ladera lo suficiente, podía apreciar un mar de nubes que a menudo cubría el horizonte, sin dejar ver las vastas tierras que se extendían hacia el sur, cubriendo la Selva de Agana.

Aquella mañana era diferente. El Sol lucía radiante, y Lyda no pudo evitar salir al jardín a intentar disfrutarlo. Lo cierto es que la bonita muchacha llevaba unos días preocupada. Últimamente se sentía diferente. Su conocimiento de la Magia Mutable había cambiado. Cada vez sabía más, y sus secretos se le iban desvelando, pero ello traía consecuencias. El hecho de poder convertirse en un pajarillo rojo y volar entre los árboles era demasiado tentador como para no hacerlo a menudo, y Lyda iba sintiendo la parte oscura que toda magia conlleva...

Una vez, recordaba con tristeza, su madre le contó que conocía a un hechicero ilusionista. Al parecer, éste había perdido la cordura, pues con su magia era capaz de engañar los sentidos, y hacer que se viera u oyera aquello que no existía. Llegó a crear los olores más increíbles y las más impresionantes visiones. Podía incluso hacer aparecer cientos como él mismo, para engañar a los asaltantes. Pero la Magia de la Ilusión tenía una pega, uno corría el riesgo de engañarse a sí mismo, de perder la razón y de creer que existía lo que él mismo había creado. Aquel hechicero sufrió las consecuencias de la magia, y sus últimos días fueron muy tristes.

Y Lyda pensaba que le estaba sucediendo lo mismo. La Magia Mutable era diferente, y la pérdida de la cordura giraba en torno a otras secuelas. Lyda sentía que a veces su verdadera forma era diferente a la de su cuerpo esbelto y precioso. Las alas de pajarillo le parecían sus brazos, su piernas a menudo las sentía en la forma de las raíces de las plantas en que era capaz de transformarse, y su cuello parecía más largo de lo normal, como el de los monstruos reptiles que tanto adoraba.

Le había ocurrido ya varias veces, que tras escapársele varios hipos seguidos, se convertía en una horrorosa figura, sin querer, y hasta que no se tranquilizaba, no era capaz de volver a su estado original. Era algo que le aterraba, estaba perdiendo el control. Pero ella adoraba su magia, conocerla era algo que ansiaba, y manejarla algo con lo que disfrutaba. Tenía que encontrar el modo de controlarla.

Su pérdida de identidad, junto al añoro por su madre, le hicieron sentirse muy desconsolada. Pero aquel día que había nacido, tan brillante, parecía brindarle la oportunidad de regocijarse con su vida, con su conocimiento. No pensó en volverse un águila y sobrevolar el volcán, ni en un roedor y corretear entre los helechos. Decidió, sino, dibujarse a sí misma, así como se sentía, y como más quería sentirse. Lo que ella era, y lo que quería ser.

La magia no era más que magia. Ella sería más fuerte, podía con ello. Se sentó en su jardín, sobre el pasto, con un pergamino y una pluma húmeda, y comenzó a dejar que el arte y la magia fluyeran por sus trazos...

 Se sentó en su jardín, sobre el pasto, con un pergamino y una pluma húmeda, y comenzó a dejar que el arte y la magia fluyeran por sus trazos

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Historia de una estatua de piedraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora